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Profesor Titular de Derecho Penal. Universidad del País Vasco |
SUMARIO:
I. La influencia del Derecho comunitario en el Derecho
penal.
1. Ausencia de competencias penales
en el ámbito legislativo de la Unión Europea.
2. Naturaleza administrativa de
las sanciones previstas en Derecho comunitario para la tutela de intereses
propios o compartidos con los Estados.
3. La incidencia directa de la
normativa comunitaria en la legislación penal de los Estados miembros.
A. La
tutela penal de intereses comunitarios mediante su asimilación a
intereses estatales.
B. La
armonización de las legislaciones estatales.
C. La
incidencia de la normativa comunitaria en la legislación interna
de carácter penal, mediante la integración de tipos en blanco.
4. La incidencia indirecta
o efecto negativo de la normativa comunitaria no penal en la normativa
interna de carácter penal.
A. Eficacia
directa y primacía del Derecho comunitario frente al Derecho interno.
B. La
no aplicación de una norma penal contraria a la normativa comunitaria.
II. El Derecho Penal del medio ambiente.
1. La necesidad de previsiones
de carácter penal en la protección del ambiente.
2. Vinculación al Derecho
administrativo de la tutela penal.
A.
Crítica a una protección penal del ambiente absolutamente
desvinculada del Derecho administrativo.
B.
Crítica a una protección penal del ambiente absolutamente
dependiente del Derecho administrativo.
C.
Opción por una protección penal del ambiente vinculada a
la tutela administrativa en una relación de dependencia o accesoriedad
relativa.
3. La técnica legal a
emplear en la construcción de los delitos ambientales.
A.
Formas o modelos en el sistema de accesoriedad relativa.
B.
Especial referencia a la accesoriedad de derecho y la problemática
de las leyes penales en blanco.
4. La tutela prevista
en el art. 325 del Código penal vigente.
III. La incidencia de la normativa comunitaria en
la protección penal del ambiente.
I. LA INFLUENCIA DEL DERECHO COMUNITARIO EN EL DERECHO PENAL.
1. Ausencia de competencias penales en el ámbito
legislativo de la Unión Europea.
Al analizar la influencia que el Derecho comunitario
tiene sobre el Derecho penal del ambiente ay que partir de la carencia
de competencias penales en sentido estricto de la Unión europea,
esto es, en cuanto a la potestad de crear tipos penales asociando a las
conductas prohibidas sanciones de esta naturaleza. Como suele señalarse,
de ninguna cláusula de los Tratados constitutivos de las Comunidades
puede extraerse otra consecuencia respecto a lo que en Derecho comparado
se conoce como Derecho penal en sentido estricto. Ni se ha transferido
la potestad legislativa penal a los órganos comunitarios ni se ha
limitado, por tanto, la soberanía de los Estados miembros en este
ámbito. Por ello, no existe, como tal, un Derecho penal comunitario,
en cuanto legislación penal de carácter unificado emanada
de la propia Unión. El Derecho penal sigue siendo hoy una rama del
ordenamiento jurídico de exclusiva jurisdicción de cada Estado,
tanto en la creación de normas de naturaleza penal como en la imposición
de sanciones de esta misma naturaleza. Así lo afirmaba ya en mayo
de 1974 el Octavo informe general de la Comisión de las Comunidades
sobre la actividad de éstas, al señalar que "el Derecho penal
es un asunto que no entra en cuanto tal en la esfera de competencia de
la Comunidad, sino que queda bajo la jurisdicción de cada Estado
miembro", lo que explica, como dice FERRE, el escaso interés que
la doctrina penal ha mostrado, fundamentalmente en los primeros años
de vida de la Comunidad europea, por este tema (Ferré, 1994, 276).
La razón que se ha esgrimido para explicar
por qué no se ha creado un Derecho penal supraestatal la encuentra
la mayoría de la doctrina precisamente en el hecho de la limitación
de soberanía que ello conllevaría, a lo que obviamente, los
Estados son reacios. Sin embargo, junto a esta razón, autores como
SGUBBI, descartando una sobrevaloración de esta idea, han apuntado
otras causas, como él señala, del "subempleo del Derecho
penal en el ordenamiento comunitario", entre las que destaca la tipología
de materias objeto del Derecho penal comunitario y la tipología
de sus destinatarios (Sgubbi, 1996, 96).
Sí se han expuesto en la doctrina argumentos
que pretenden deducir de la propia normativa comunitaria la posibilidad
de crear un sistema penal comunitario. En este sentido, se señala
que el art. 172 y, en particular, el art. 235 del Tratado de la Comunidad
europea, tras la reforma operada por el Tratado de Maastricht, ofrecen
apoyo jurídico para ello, al conferir al Consejo la facultad de
adoptar las disposiciones pertinentes para lograr el funcionamiento del
mercado común, a propuesta de la Comisión y previa consulta
al Parlamento europeo (Cuerda/Ruiz, 1989, 361). Estamos, sin embargo, ante
una postura minoritaria y fuertemente contestada. No pueden ignorarse las
grandes dificultades existentes para culminar esta idea, como señala
MATEOS, citando a PAGLIARO, partiendo de los numerosos obstáculos
que las divergencias entre los sistemas penales de los Estados miembros
plantean: así, en cuanto concierne al principio de legalidad, la
validez de la ley penal en el espacio, la relevancia del error de derecho,
la elección de las penas a imponer, los diversos contenidos de los
tipos penales, etc. (Mateos, 1995, 941). Al margen de otros obstáculos,
como la propia diferencia de sistemas jurídicos, continental y sajón,
o la ausencia de legitimidad democrática de las instituciones comunitarias,
tal posibilidad se muestra como una utopía política y hoy
por hoy, con la doctrina mayoritaria, entiendo que absolutamente incompatible
con la reserva de ley en materia penal. No se ha producido esa transferencia
expresa de competencias penales en favor de la Unión en la firma
de los Tratados comunitarios y aceptar que ésta, mediante actuación
de sus diferentes órganos, pueda legislar penalmente -sin un Parlamento
con funciones genuinamente legislativas (Ferré, 1994, 281)-, en
el actual desarrollo de la Unión, y salvo reforma de los Tratados
fundacionales, es una posibilidad que ha de excluirse.
2. Naturaleza administrativa de las sanciones
previstas en Derecho comunitario para la tutela de intereses propios o
compartidos con los Estados.
El Derecho comunitario sí cuenta con una
serie de instrumentos de carácter sancionador, pertenecientes a
lo que se conoce como Derecho penal en sentido amplio, Derecho penal administrativo
o, más acertadamente, Derecho administrativo sancionador, en el
ámbito de concretas materias. Estamos ante conminaciones para el
cumplimiento de las reglas imperativas en que se manifiesta la disciplina
normativa de la política comunitaria, prioritariamente en el ámbito
estrictamente económico.
En concreto, en el Tratado constitutivo de la CECA,
los arts. 54 pfo. 6º, 58.4, 59.7, 64, 65.5 y 66.6 atribuyen a la Comisión
la facultad de imponer sanciones pecuniarias, a las que denomina multas,
en determinados supuestos. También el Tratado constituvo de la CE
en su art. 79.3 pfo. 2 permite al Consejo adoptar las disposiciones necesarias
para el cumplimiento de lo dispuesto en su apartado 1º, habilitación
en base a la cual se adoptó, por ejemplo, el Reglamento 11/1960
CE, en cuyos arts. 17 y 18 se prevén determinadas multas. Y en este
mismo Tratado, el art. 87.2 a) garantiza la observancia de las prohibiciones
mencionadas en los arts. 85.1 y 86 mediante el establecimiento, en los
reglamentos o las directivas adoptados por el Consejo, de multas y multas
coercitivas, también habilitación genérica que permitió
al Reglamento 17/1962 CE prever multas de diversa clase en su art. 15.1
y 2.
Pero la naturaleza administrativa y no penal de
estas sanciones pecuniarias la ponen de relieve explícitamente,
por ejemplo, los propios Reglamentos 11/1960 y 17/1962 aludidos. Ello es
obvio, de entrada, y como se señalaba con anterioridad, pues la
Unión no dispone de competencias penales (Vervaele, 1993, 175).
Pero es que, además, las multas las impone una autoridad administrativa
-la propia Comisión-, no existe la figura de la privación
de libertad por impago, pueden aplicarse a personas jurídicas y
no
generan antecedentes penales. Por ello, ya sea por ficción o por
sus características, interesa destacar su naturaleza no penal, al
igual que ocurre con el resto de sanciones de otra índole aplicadas
en el seno de los ordenamientos internos a instancias comunitarias (por
ejemplo, la pérdida total de ayudas que prevé el art 9.1
del Reglamento 714/1989 CE) (Mateos, 1995, 943) o impuestas por la propia
Comisión (art. 83 del Tratado constitutivo de la CEEA).
3. La incidencia directa de la normativa comunitaria
en la legislación penal de los Estados miembros.
La inexistencia de un Derecho comunitario específicamente
penal no obsta para que la relación entre el Derecho comunitario
y los Derechos penales de los Estados miembros se manifieste en diferentes
vertientes.
A ello no es ajena la propia evolución sufrida
por las Comunidades, y hasta el surgimiento de la Unión Europea,
en la que se constata la asunción de un mayor nivel competencial.
En primer lugar, por la existencia de bienes jurídicos genuinamente
comunitarios -supraestatales-, en cuya tutela penal están necesariamente
interesadas las instituciones comunitarias, bien directamente en caso de
que ello fuera posible, bien a través de las legislaciones estatales;
pero también porque, como se ha venido poniendo de relieve, es preciso
garantizar más allá de los meros controles internos bienes
jurídicos que, ya tutelados por los Estados miembros, como puede
ser el caso del medio ambiente, de alguna forma afectan a la consecución
de los objetivos comunitarios. Ello se ha traducido, por una parte, en
una más intensa actividad normativa directa en materia sancionadora
(Mateos, 1995, 939), pero también en un interés por exigir
una tutela penal directa de determinados bienes jurídicos, manifestada
en la asimilación o integración de bienes comunitarios en
los ordenamientos internos y en la armonización de éstos,
ya sea a través de reformas de los Tratados fundacionales ya mediante
instrumentos de Derecho comunitario derivado (directivas y reglamentos).
En este sentido, pero sólo en él,
puede aceptarse la alusión a una competencia compartida e indirecta
entre los órganos comunitarios y los órganos legislativos
de los Estados miembros en materias de carácter comunitario, al
fijarse unas líneas de actuación que -dentro del respeto
al principio de legalidad en sus diversas expresiones- habrá de
atender la normativa penal interna de cada Estado (Cuerda/Ruiz, 1989, 360).
Por otra parte, las disposiciones de los Tratados
y el Derecho derivado han generado una normativa amplia y compleja, que
en base a su primacía y aplicabilidad directa pasa a formar parte
de los ordenamientos internos, obviamente en aquellos campos en los que
existe competencia comunitaria. Así, particularmente en el ámbito
de lo que se conoce como Derecho penal económico en sentido amplio
-directamente vinculado con la regulación administrativa-, se favorece
la incidencia de la normativa comunitaria sobre las normas de este ámbito
penal, ya sea porque abiertamente se muestre una contradicción entre
unas y otras que habrá de conducir a la no aplicación o reducción
del ámbito de prohibición de la norma interna -lo que se
viene conociendo como integración negativa-, ya porque la norma
comunitaria pase a formar parte directamente del precepto penal cuando
la legislación interna opte por la técnica de la ley en blanco
(Mateos, 1995, 940). En este sentido, señala TIEDEMANN, entre otros,
que la carencia de competencia comunitaria para adoptar "directivas penales"
no se refiere al Derecho penal en general, ni, en particular, a los tipos
penales, sino en exclusiva a la conminación con sanciones penales
(Tiedemann, 1994, 242), afirmación que hay que matizar. Existe ausencia
de competencia para imponer sanciones pero también para crear tipos
penales, al menos autónomamente y desde una perspectiva formal,
tanto respecto a materias en absoluto competencia de la Unión como
respecto a materias que sí entran en su ámbito competencial
pero no desde la vertiente penal.
Sí es cierto, en todo caso, que cuando se
rechaza la existencia de un Derecho penal comunitario se está aludiendo
más a la posibilidad de creación autónoma de delitos
y penas, configuración de órganos jurisdiccionales penales,
etc., que a la de influir directa o indirectamente en los Derechos penales
internos. Por ello, el debate se encuentra ya reconducido por doctrina
y jurisprudencia y, manteniendo como utopía la posibilidad de creación
de un auténtico Derecho penal comunitario, los análisis se
centran hoy en precisar los mecanismos mediante los que puede obligarse
a los Estados a tutelar los bienes comunitarios (Nieto, 1996, 243) o mediante
los que de hecho se está interfiriendo positivamente en dicha tutela.
A. La tutela penal de intereses comunitarios
mediante su asimilación a intereses estatales.
Además de la protección de los intereses
comunitarios por disposiciones de los propios órganos de la Unión,
en su caso con previsión de sanciones de naturaleza administrativa,
en determinados supuestos entran en juego para proteger dichos intereses
los ordenamientos penales internos, mediante el reenvío expreso
que hace a ellos una norma comunitaria contenida en los Tratados. Es lo
que se conoce como técnica o principio de asimilación, mediante
el cual una norma comunitaria prevé que los preceptos penales de
los Estados miembros protectores de determinados intereses estatales se
apliquen igualmente a la tutela de los correspondientes intereses de la
Comunidad.
Estamos ante supuestos muy puntuales, que carecen
de autonomía estructural, al adoptar la técnica de la remisión
(Sgubbi, 1996, 107). Es la técnica que se adopta en el art. 194.1
del Tratado constitutivo de la CEEA, para garantizar la protección
de secretos conocidos por razón del cargo o de las relaciones entabladas
con la Comunidad, y en los arts. 27 del Protocolo sobre el Estatuto del
Tribunal de Justicia de la CE, 28 del Protocolo sobre el Estatuto del Tribunal
de Justicia de la CEEA, 28 pfo. 4º del Protocolo sobre el Estatuto
del Tribunal de Justicia de la CECA, 5 del Reglamento nº 28 de 1962
del Consejo de la CE y 5 del Reglamento nº 188 de 1964 de la CE, para
garantizar la veracidad de las declaraciones de testigos y expertos ante
los diferentes Tribunales.
Las disposiciones comunitarias, mediante un reenvío
expreso, asumen un carácter incriminador -respetuoso con el principio
de legalidad, si se insertan en los Tratados originarios- obligando a los
Estados miembros a garantizar la tutela de los intereses descritos como
si de los correspondientes intereses internos se tratase. Esto es, la revelación
de secretos en el ámbito de funcionamiento de la CEEA, por ejemplo,
merecerá idéntico tratamiento punitivo que la revelación
de secretos en el ámbito de las Administraciones estatales o la
Seguridad del Estado. Se tutelan de este modo determinados bienes jurídicos
comunitarios con la misma garantía que los bienes internos.
Suele señalarse que es ésta una de
las pocas manifestaciones, si no la única, del Derecho comunitario
de carácter punitivo, olvidando, sin embargo, que a pesar de la
contundente declaración de los preceptos comunitarios, sigue siendo
necesaria una previsión penal interna que condiciona la tutela de
los intereses comunitarios.
Al margen de estos supuestos puntuales de remisión
explícita sigue abierto el debate sobre si los Estados miembros,
cuando no existe normativa comunitaria explícita, están obligados
o no a establecer tipos penales destinados expresamente a proteger intereses
comunitarios o a aplicar para garantizar esta protección los tipos
penales previstos para tutelar intereses estatales, hipótesis que
facilita, como destaca MATEOS, la coincidencia entre algunos intereses
de la Unión y los que tutelan los ordenamientos penales internos
(Mateos 1995, 945).
Cuando tales preceptos penales no existan o no puedan
aplicarse sin una interpretación analógica contraria al Derecho
penal, la discusión sobre la posibilidad de su creación se
ha centrado fundamentalmente en la interpretación del art. 5 pfo.
1º del Tratado de la CE, de similar redacción a los arts. 86
pfo. 1º del Tratado de la CECA y 192 pfo. 1º del Tratado de la
CEEA.
El art. 5 del Tratado de la CE obliga a los Estados
miembros a adoptar "todas las medidas generales o particulares apropiadas
para asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas del presente
Tratado o resultantes de los actos de las instituciones de la Comunidad",
surgiendo la discusión sobre si entre estas medidas apropiadas pueden
incluirse las de carácter penal.
El Tribunal de Justicia de la Comunidad europea
ya estableció en la sentencia dictada en el asunto "Amsterdam Bulb",
nº 50/76, de 2 de febrero de 1977, el criterio de que el art. 5 permite
a los Estados miembros la elección de las medidas a adoptar para
asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas de los actos de
las instituciones comunitarias, siendo dicha adopción facultativa
y no obligatoria para los Estados miembros. Posteriormente, sin embargo,
este criterio fue matizado por la sentencia sobre el asunto "Von Colson
y Kamann", nº 14/83, de 10 de abril de 1984, según la cual
la sanción que se adopte tiene que garantizar una tutela jurisdiccional
efectiva y eficaz y tener un efecto disuasorio real. Más contundente
ha sido la posición del Tribunal en el caso "Comision contra Grecia",
nº 68/88, de 21 de septiembre de 1989, relativo al asunto conocido
como escándalo del maíz griego, al señalar que las
sanciones de los Estados frente a las violaciones al Derecho comunitario
han de ser material y procesalmente análogas a las previstas para
infracciones estatales de índole e importancia similares. Pero no
es sino hasta el asunto "Zwartveld", nº 2/88, de 13 de julio de 1990,
cuando expresamente en un caso de asistencia judicial señala el
Tribunal que los Estados deben incluir entre las medidas a adoptar para
proteger bienes comunitarios, la vía penal, en base al art. 5 y
el principio de cooperación leal en él contenido. Reiteradamente,
no osbtante, y así de nuevo en relación con el asunto "Vandevenne",
nº 7/90, de 2 de octubre de 1991, el Tribunal ha resuelto que el art.
5 no puede obligar a un miembro a introducir en su Derecho un régimen
penal específico, como, por ejemplo, la responsabilidad penal de
las personas jurídicas.
Es un debate todavía abierto, sin que exista
unanimidad sobre las sanciones que los Estados deben introducir en sus
legislaciones para cumplir el mandato del art. 5. Pero lo que no parece
es que este artículo obligue a legislar penalmente, aun cuando de
las sentencias del Tribunal pueda desprenderse la necesidad de prever sanciones
equivalentes a las que se adopten para garantizar intereses estatales (Vercher,
1989, 760).
Con todo, las autoridades comunitarias siguen expresando
su deseo de encontrar mecanismos para obligar al legislador estatal a proteger
determinados intereses que las Comunidades consideran imprescindibles para
la consecución de sus objetivos, particularmente en el ámbito
de la actuación financiera de la Unión (Nieto, 1995, 143).
En este marco hay que encuadrar el nuevo art. 209 A del Tratado de la Comunidad
europea, en base al cual, por ejemplo, el legislador español ha
equiparado los fondos y presupuestos comunitarios a los del Estado en los
arts. 305.3, 306 y 309 del nuevo Código penal, al tipificar los
delitos contra la Hacienda pública.
Este mecanismo, factible y jurídicamente
viable, siempre que la normativa comunitaria se incorpore al Derecho originario,
como en el caso del art. 209 A, o se establezca mediante la firma de Tratados
específicos, plantea el inconveniente -al igual que los anteriormente
citados arts. 194.1 del Tratado CEEA, etc.- de la falta de uniformidad
de las legislaciones estatales, lo que conduce a una protección
territorialmente diversa de los intereses comunitarios. En este sentido,
entre otros, SGUBBI subraya que se corre el peligro de una gran disparidad
de tratamiento entre los ordenamientos de los Estados miembros, en antítesis
con el principio de igualdad y las normas de los Tratados que sancionan
la prohibición de discriminación (Sgubbi, 1996, 114). Sin
embargo, es el único mecanismo para salvar las objeciones planteadas
desde la perspectiva del principio de legalidad.
De hecho tal principio resultará afectado
cuando la técnica de la asimilación pretenda vehicularse
a través de reglamentos comunitarios, pues en tales supuestos la
punibilidad de un determinado comportamiento se fundamenta en actos normativos
adoptados por un Consejo carente de legitimidad democrática (Mateos,
1995, 844). Ello ocurrirá en aquellos casos en que el reglamento
remita para la sanción del quebrantamiento a lo en él dispuesto
a un tipo penal estatal, con una cláusula de asimilación,
exija del legislador la creación de determinadas sanciones o acoja
una redacción en la que invocando la interpretación jurisprudencial
del art. 5 del Tratado de la CE obligue a las sanciones procedentes (Nieto,
1996, 327).
B. La armonización de las legislaciones
estatales.
Estas objeciones, entre otras razones, han motivado
que a pesar de una Jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la CE cada
vez más exigente con los Estados miembros en orden a garantizar
de la forma más eficaz posible los intereses comunitarios -incluso
recurriendo a la intervención penal-, las instituciones comunitarias
sigan siendo bastante cautas en su intervención, dejando que sean
los Estados quienes elijan las sanciones a aplicar.
Por otra parte, y para evitar la ausencia de uniformidad
en la tutela que se prevea -ya mediante nuevos preceptos, ya con la aplicación
de preceptos previstos para garantizar intereses internos-, las instituciones
comunitarias vienen optando por utilizar el Derecho derivado y, más
concretamente, las directivas, para armonizar los sistemas penales internos
de todos los Estados en la protección de los intereses comunitarios.
La técnica de la armonización consiste
en imponer a los Estados miembros la obligación de que protejan
de manera homogénea, y en su caso con sanciones penales, determinados
intereses. Este proceso, en principio, puede desarrollarse mediante directivas
o reglamentos. Señala NIETO que cuando se recurre a normas que autorizan
la armonización con carácter general se utilizan directivas,
en tanto que si la armonización se fundamenta en normas de autorización
particular se acude a los reglamentos. Los Estados, asumiendo el enunciado
general de la directiva o del reglamento, se obligan a legislar, tipificando
y penalizando, en su caso, las infracciones a los intereses comunitarios
que pretenden salvaguardarse con esos instrumentos de Derecho derivado.
Ahora bien, cuando el instrumento a utilizar -no ya a efectos de asimilación-
es el reglamento, su naturaleza jurídica habrá de equipararse
a la de una directiva, no pudiendo gozar de efecto directo y siendo necesaria
una intervención del legislador estatal (Nieto, 1996, 353).
El fundamento para admitir esta técnica pasa,
en primer lugar, por aceptar el apoyo jurídico que otorga el art.
5 del Tratado de la CE y la interpretación que de él viene
realizando el Tribunal de Justicia, en cuanto a la posibilidad de hacer
intervenir penalmente al Derecho interno para garantizar intereses supraestatales.
Al margen de ello, la necesidad de armonización encuentra acomodo
normativo directo en el art. 100 del mismo Tratado, en relación
con los arts. 100 A, 100 B, 101 pfo. 2., 102 y 235. Señala NIETO
que cuando el instrumento sea un reglamento, la fundamentación habrá
que buscarla en una norma de autorización singular (Nieto, 1996,
354).
Suele indicarse que la principal diferencia con
el sistema de asimilación radica en el hecho de que mediante esta
técnica debe existir una actividad normativa estatal; ello no es
totalmente cierto, sin embargo, como antes se apuntaba, pues dicha actividad
también debe producirse en aquel sistema cuando a pesar de la remisión
no exista normativa estatal alguna a la que asimilar la protección
de intereses comunitarios o cuando el proceso de asimilación pretenda
llevarse a cabo por medio de reglamentos. Sí es cierto que el hecho
de que en estos casos se requiera una disposición estatal que cumplimente
lo dispuesto en el instrumento comunitario solventa en cierta medida los
problemas relativos al principo de reserva de ley en materia penal (Mateos,
1995, 947). Sin embargo, un absoluto respeto del mismo exigiría
la armonización mediante Tratado, con una intervención previa
del legislador interno, que en otro caso -actuando por el mandato del Derecho
derivado- se ve compelido a legislar penalmente por una decisión
comunitaria en la que no participa, lo que sí entiendo, con FERRE,
choca con el principio de legalidad (Ferré, 1994, 282), desde una
perspectiva material. Este es el motivo por el que si bien en el plano
legislativo se han producido distintos intentos de imponer el recurso al
Derecho penal por parte del Derecho comunitario derivado, haya existido
una resistencia de los Estados, que ha conducido a incorporar a las directivas
o reglamentos una fórmula neutral del tipo "los Estados adoptarán
las medidas adecuadas", "todas las medidas legislativas y administrativas
procedentes", etc.
Los mejores ejemplos del empleo de esta técnica
de armonización, en el ámbito penal, son la Directiva 592/89/CE
de 13 de noviembre de 1989 relativa a la realización de operaciones
con información privilegiada y la Directiva 308/91/CE de 10 de junio
de 1991 sobre el blanqueo de capitales. En ambas se describen una serie
de conductas típicas desde la idea del mínimo que han de
asumir los Estados miembros, mínimo que sirve de base en el Código
penal español para tipificar los delitos de información privilegiada
y blanqueo de capitales en los arts. 285 y 442 y 301 ss., respectivamente.
Es evidente que esta técnica ofrece más
ventajas que la asimilación en cuanto se asegura un tratamiento
punitivo más homogéneo entre los diferentes Estados, si bien,
y al mismo tiempo, esa uniformidad puede quebrar la propia congruencia
interna de cada ordenamiento. De ahí que se considere necesario
observar una armonización al mínimo indispensable, dando
libertad al legislativo estatal para decidir la naturaleza de la sanción
a imponer, supuesto en el cual sí se respetaría el principio
de legalidad en todo su contenido y no desde una perspectiva meramente
formal. En este sentido, de nuevo subraya NIETO que sólo es posible
armonizar los tipos delictivos cuya homogeneidad en los Estados miembros
resulte indispensable para el funcionamiento del mercado común y
en el grado que resulte necesario, sin que, por otra parte la armonización
pueda extenderse a la naturaleza de la sanción (Nieto 1996, 359).
Por otra parte, es cierto, y aunque luego habrá
que matizar esta afirmación, que en el caso de la directiva, al
no ser ésta autoejecutiva, dicha uniformidad no se logra cuando
los Estados la ignoran total o parcialmente (Sgubbi, 1996, 116). Y, en
este sentido, aunque se le otorgara carácter ejecutivo sin desarrollo
legal interno -por ser, como luego se verá, suficientemente precisa
e incondicionada- su aplicación en el ámbito penal sin trasposición
chocaría con el principio de legalidad (Mateos, 1995, 947). De este
modo, sólo cuando el legislador estatal actúe libremente
al desarrollar la directiva queda salvaguardado íntegramente este
principio. Y, en todo caso, obviamente más respetuosa con él
será la vía del acuerdo intergubernamental que permita la
elaboración de Tratados.
C. La incidencia de la normativa comunitaria
en la legislación interna de carácter penal, mediante la
integración de tipos en blanco.
También se presenta como forma de incidencia
positiva del Derecho comunitario en el Derecho penal interno la integración
con la normativa comunitaria de carácter no penal de los tipos penales
estatales configurados en blanco, técnica en cierta medida semejante
a la de la asimilación, pero por vía indirecta, y frecuente
para sancionar la violación de reglamentos comunitarios (Nieto,
1996, 328). A este respecto, las dificultades para aceptar la técnica
de la asimilación acudiendo al Derecho derivado se obvian mediante
la utilización de normas penales en blanco (Carnevali, 1997, 690).
Siempre que el legislador estatal opte por tipificar un delito a través
de la técnica de la remisión a normas de carácter
no penal, puede ocurrir que estas normas provengan del ordenamiento comunitario;
así ocurrirá cuando la Unión tenga competencia y poder
normativo sobre la materia a la que directamente afecte el precepto penal.
Como en casos anteriores, también de esta
técnica se ha señalado que entra en conflicto con el principio
de legalidad, en cuanto sólo al Estado corresponde determinar las
conductas merecedoras de sanción penal (Mateos, 1995, 959). Sin
embargo, si éste opta por la técnica de la norma en blanco,
que obliga a acudir a la normativa extrapenal para completar el contenido
de injusto del precepto, y la normativa comunitaria ha pasado a formar
parte de la legislación interna, dicho conflicto sólo podrá
entenderse presente en los mismos términos en que se plantea en
general en relación con la propia institución de la ley penal
en blanco en sentido estricto. Así, desde el punto de vista de su
fundamento democrático es indiferente que la norma de complemento,
elaborada sin la intervención de los representantes de la soberanía
popular, provenga del ordenamiento interno o del ordenamiento supraestatal
(Nieto, 1995, 603). Y, por otra parte, lo que evidentemente no podrá
ni el reglamento comunitario ni la directiva adaptada es variar el contenido
de injusto del precepto penal, regulando aspectos esenciales del tipo y
ampliando un objeto de prohibición que ha de estar perfectamente
delimitado en éste.
Podrá ocurrir, como señala MATEOS,
que la disposición comunitaria integradora regule una materia sobre
la que no exista ninguna normativa estatal, aunque lo habitual será
que la norma comunitaria venga a sustituir a la norma interna preexistente,
hipótesis que no plantea ningún problema específico
a partir de la primacía del Derecho comunitario, siempre que dicha
norma esté dotada de eficacia directa (Mateos, 1995, 959). Se podrá
producir entonces una integración de la norma penal mediante aquellos
instrumentos comunitarios dotados de esta aplicabilidad o eficacia directa.
En primer lugar, tratados y reglamentos. Y en segundo lugar, directivas
incorporadas al ordenamiento interno mediante su trasposición desarrollada
o directivas no traspuestas pero dotadas de eficacia directa vertical;
a ello se aludirá posteriormente. El hecho de que en la mayoría
de los casos el legislador estatal haya intervenido en el desarrollo y
adecuación de la normativa comunitaria, creando Derecho genuinamente
interno, es lo que impide percibir con frecuencia la influencia del Derecho
comunitario en la regulación penal de cada Estado (Sieber, 1995,
606).
La posibilidad de integración puede realizarse
mediante una remisión dinámica, dejando el legislador en
manos de la instancia no penal la determinación completa del tipo
penal.
Es la técnica imperante, criticada por la doctrina por entenderse
que además de que se opone a los postulados de determinación,
resta eficacia a la normativa comunitaria, por el difícil acceso
a una legislación compleja, variable y dispersa, lo que favorece
la invocación del error de prohibición (Nieto, 1996, 332).
Frente a ella, sin embargo, la solución de la remisión estática
-por la que el legislador penal precisa la normativa extrapenal que completa
el precepto- entiendo difícil de llevar a la práctica pues
obligaría a una labor harto compleja de coordinación legal
y a una continua reforma de la normativa penal para adaptarla a la constante
evolución de la normativa extrapenal, en este caso, de origen comunitario.
Por último, la posibilidad de remisiones inversas, desde la estricta
vertiente de la asimilación, y fundamentada en el art. 5 del Tratado
de la CE, en mi opinión -al menos en cuanto se refiere a los reglamentos
comunitarios y a las directivas no traspuestas con efecto directo- es claramente
lesiva del principio de legalidad.
A algunas de estas cuestiones me referiré
con posterioridad al abordar de forma específica la influencia de
la normativa comunitaria en el Derecho penal ambiental, configurado en
el ordenamiento español, como se verá, mediante esta técnica
de la ley en blanco. Antes, sin embargo, es necesario analizar un segundo
tipo de efecto del Derecho comunitario, que ha condicionado la no aplicación
de concretos preceptos penales, pero que explica también el verdadero
alcance de la integración positiva en esta asimilación mediante
el recurso a las leyes en blanco.
4. La incidencia indirecta o efecto negativo
de la normativa comunitaria no penal en la normativa interna de carácter
penal.
La influencia del Derecho comunitario sobre las
leyes penales internas, al margen de la asunción directa por el
legislador estatal de la protección de bienes jurídicos comunitarios,
tiene su origen en dos principios básicos que ha ido delimitando
la Jurisprudencia del Tribunal de la CE y que la doctrina viene definiendo
como los dos pilares que sostienen el ordenamiento jurídico comunitario:
el efecto directo y la primacía de la normativa comunitaria.
En este sentido, y como se adelantaba al inicio
de esta exposición, los autores vienen insistiendo en que si bien
los órganos comunitarios carecen de competencias para crear un Derecho
penal uniforme para todos los Estados miembros, dada la ausencia de legitimación
en los Tratados fundacionales, el Derecho comunitario incide negativamente
en la legislación penal estatal -entiendo que también positivamente-,
en base precisamente a aquellos dos principios (Cuerda, 1995, 625).
A. Eficacia directa y primacía del Derecho
comunitario frente al Derecho interno.
La primacía del Derecho comunitario sobre
el Derecho interno implica que todas las normas comunitarias dotadas de
efecto directo, pertenezcan al Derecho originario o al Derecho derivado,
prevalecen sobre las normas estatales, tanto si son posteriores como anteriores
a éstas, y cualquiera que sea el rango de unas y otras. Es un principio
cuyo fundamento se encuentra en la autonomía del ordenamiento comunitario
(Mateos, 1995, 953) y, de forma particular, en el art. 5 pfo. 2º del
Tratado de la CE, para cuyo reconocimiento fue fundamental la sentencia
del Tribunal de Justicia de la CE sobre el asunto "Simmenthal", nº
106/77, de 9 de marzo de 1978 y, posteriormente, entre otras, las sentencias
sobre los asuntos "Ratti", nº 148/78, de 5 de abril de 1979 y "Marshall",
nº 152/84, de 26 de febrero de 1986. Este efecto de primacía
se produce también frente a las normas estatales de carácter
penal, aun cuando la Unión no tenga competencia en este ámbito,
siempre que la norma comunitaria afecte a una materia sobre la que sí
existe competencia comunitaria y a ella se refiera también la norma
estatal. En ese caso la norma comunitaria impedirá la aplicación
de la norma penal, siempre, ha de insistirse en ello, que tenga efecto
directo.
En cuanto al efecto directo de las normas comunitarias,
implica que éstas son aplicables desde su publicación, sin
necesidad de exigir para ello la creación de disposiciones estatales
que las incorporen, transformen o desarrollen en normas internas, generando
derechos y obligaciones para sus destinatarios, Estados o particulares,
en las relaciones que afecten al Derecho comunitario, con posibilidad de
ser invocadas ante los tribunales ordinarios. Y como se viene afirmando
ya desde la sentencia sobre el asunto "Sail", nº 82/71, de 21 de marzo
de 1972, no puede hacerse ninguna distinción en razón al
carácter penal o no del procedimiento estatal en el que pretenda
invocarse dicha efectividad: "la eficacia del Derecho comunitario no puede
variar según los diversos sectores del derecho nacional en los cuales
éste pueda desplegar sus efectos".
El principio de eficacia directa debe su vigencia
a la elaboracion del Tribunal de Justicia de la CE, iniciada e ininterrumpida
desde la sentencia recaída sobre el asunto "Van Gend en Loos", nº
26/62, de 5 de febrero de 1963, en defensa de este principio.
Ahora bien, no todas las normas comunitarias gozan
de eficacia directa. Es necesario su condición de "autoejecutivas",
esto es, que establezcan obligaciones claras y precisas de hacer o no hacer,
sin condiciones ni plazos para su ejecución, y que sean jurídicamente
completas, sin que exista un poder discrecional de los Estados para dictar
medidas en aras a su ejecución.
Por lo que se refiere a las normas contenidas en
los Tratados, existe una amplia jurisprudencia del Tribunal analizando
diferentes preceptos, siendo significativa la sentencia citada sobre el
asunto "Van Gend en Loos". Como en ella se destaca, en el pacto de constitución
de las Comunidades, o en el de adhesión a ellas, los Estados efectuaron
una cesión de competencias en favor de un nuevo ordenamiento, cuyos
principios y ámbitos objetivos de regulación no pueden ignorar
ni contravenir. En el Derecho originario de los Tratados existen normas
que se atribuyen expresamente este efecto directo; otras, por el contrario,
gozan de esa naturaleza, aunque no se la atribuyan expresamente, pues una
de sus características es, precisamente, la de no necesitar un desarrollo
complementario. Lo importante, en este sentido, no es que el propio Tratado
considere una norma como susceptible de invocación directa, sino
que dicha norma reúna aquellas características de claridad,
incondicionalidad y plenitud señaladas. En todo caso, habrá
que estar al contenido de la norma que pretende aplicarse para determinar
o no su aplicabilidad directa (Cuerda/Ruiz, 1989, 351).
En cuanto a las normas de Derecho derivado, ha de
aludirse a la distinción que establece el art. 189 del Tratado CE
entre reglamentos, decisiones, recomendaciones, dictámenes y directivas.
En cuanto a los reglamentos, el propio art. 189
pfo. 2º señala que son obligatorios, tienen alcance general
y son aplicables directamente en los Estados miembros. Como se indica en
el art. 191.2 del mismo texto, se publicarán en el Diario Oficial
de la Comunidad y entrarán en vigor en la fecha que ellos fijen
o, a falta de ella, a los veinte días de su publicación.
Estamos ante un instrumento, utilizado especialmente en cuestiones administrativas
y financieras de la Comunidad, cuyo efecto directo no plantea ningún
problema por la propia previsión que del mismo realiza el art. 189.
Significativa a este respecto fue la sentencia recaída en el asunto
"Comisión contra Italia", nº 39/72, de 7 de febrero de 1973.
Tampoco plantea mayor problema la aplicabilidad directa de las decisiones
-que afectan a la aplicación de los tratados o a cuestiones procedimentales-,
caracterizadas, como el mismo art. 189 pfo. 4º del Tratado indica,
por ser obligatorias en todos sus elementos para sus destinatarios específicos.
En cambio, respecto a las recomendaciones y los dictámenes, el propio
art. 189 pfo. 5º señala que no tienen fuerza vinculante alguna.
En lo que concierne a las directivas, el art. 189
pfo. 3º, establece que obligan al Estado miembro destinatario en cuanto
al resultado que deba conseguirse, dejando, sin embargo, a las autoridades
estatales, la elección de la forma y de los medios. A partir de
esta configuración, la doctrina viene destacando en las directivas
tres rasgos particulares: la obligación de resultado que imponen
a los Estados miembros, la intervención normativa de éstos
para su trasposición y la necesidad de su notificación cuando
los destinatarios no sean todos ellos (Vercher, 1989, 750). De estas características
se deduce la dificultad de su aplicabilidad directa, puesto que, en principio,
a los ciudadanos sólo les deberían afectar las disposiciones
estatales que desarrollan la directiva.
El Tribunal de Justicia de la CE ha elaborado una
doctrina, sin embargo, que ha ido extendiendo el efecto directo de la normativa
comunitaria también a las directivas, iniciando indirectamente su
construcción con las sentencias sobre el asunto "Grad", nº
9/70, de 6 de octubre de 1970, y "Sace", nº 33/70, de 17 de diciembre
de 1970. Lo que se pretende es conseguir la obtención directa e
inmediata del resultado buscado por la directiva en los supuestos en que
existe reticencia o retardo a la hora de su trasposición al Derecho
estatal o cuando el Estado no haya efectuado dicha trasposición
correctamente (Vercher, 1995, 2).
Con la sentencia sobre el asunto "Van Duyn", nº
41/74, de 4 de diciembre de 1974, se reconoce expresamente el efecto directo
vertical de las directivas. En este sentido, los particulares se convierten
en destinatarios extraordinarios de éstas, si bien únicamente
en litigios planteados frente al Estado, destinatario de las mismas. Para
ello se requiere que no se haya traspuesto la directiva en el plazo fijado.
El Tribunal entendió que rechazar el efecto directo implicaría
no reconocer el carácter obligatorio de las directivas, favoreciendo
la actuación del Estado incumplidor con la obligación impuesta
por el art. 189 pfo. 3º. Con rotundidad se consolida esta tesis en
la sentencia sobre el asunto "Becker", nº 8/81, de 19 de enero de
1982. Siempre, como ya antes se señalaba, que las disposiciones
de la directiva resulten claras, precisas e incondicionales.
Ahora bien, el Tribunal, con la importante sentencia
citada sobre el asunto "Marshall", insistió en aceptar esa tesis
sólo para conflictos suscitados entre el Estado y los particulares
y siempre en favor de éstos, pero no en los litigios que pudieran
presentarse entre particulares: es lo que se conoce como la negativa a
aceptar el efecto directo horizontal de las directivas. La razón
de ello estriba en que del incumplimiento de trasposición por parte
del Estado sólo pueden surgir obligaciones a cargo de éste,
pero no de los particulares, ni en sus relaciones entre sí, ni en
sus relaciones con el propio Estado (Mateos, 1995, 951). Derivada de la
anterior, fue también significativa la sentencia sobre el asunto
"Pretore di Salò", nº 14/86, de 11 de junio de 1987, donde
se establece, citando aquélla, "que una directiva no puede crear
por sí misma obligaciones a cargo de los particulares y que lo dispuesto
en una directiva no puede ser invocado como tal contra dicha persona. De
una directiva no incorporada al ordenamiento jurídico interno de
un Estado miembro no pueden derivarse pues obligaciones para los particulares
ni, con mayor razón, frente al mismo Estado". En esta sentencia,
que afecta a la tutela del ambiente, el Tribunal trató dos cuestiones
prejudiciales, planteadas en el marco de un procedimiento penal en relación
con la interpretación de la Directiva 78/659 de la CE relativa a
la calidad de las aguas continentales que requieren protección o
mejora para ser aptas para la vida de los peces, llegando a la conclusión
a partir de la tesis mantenida en el asunto "Marshall", que la directiva
no incorporada no puede determinar o agravar la responsabilidad penal de
los que infringen sus disposiciones, por la manifiesta incoherencia estatal
que pretende fundamentar una responsabilidad penal en la propia actuación
incorrecta.
Ahora bien, para asegurar la aplicabilidad de las
directivas no debidamente incorporadas se produjo un nuevo desarrollo jurisprudencial,
sin rechazar la prohibición del efecto directo horizontal, a través
de la doctrina del efecto indirecto de las directivas. A este respecto
hay que citar de nuevo la sentencia sobre el asunto "Von Colson y Kamann",
en la que se establece la obligación de los tribunales estatales
de interpretar la normativa interna a la luz de las directivas europeas,
tesis concretada en la sentencia sobre el asunto "Kolpinghuis Nijmegen",
nº 80/86, de 8 de octubre de 1987, al afirmarse, en primer lugar,
que, no obstante, dicho efecto indirecto no puede dar lugar a una interpretación
contraria a las leyes estatales y, en segundo lugar, que el efecto indirecto
será aplicable con independencia de que no haya prescrito todavía
el plazo de trasposición de la directiva.
Un ulterior paso se dio, finalmente, con la sentencia
sobre el asunto "Marleasing", nº 106/89, de 13 de noviembre de 1990,
que, sin admitir el efecto horizontal, determina que las lagunas legales
del ordenamiento interno han de colmarse, en interpretación conforme
con el Derecho comunitario, también en litigios entre particulares
(Mateos, 1995, 952).
En definitiva, las directivas tendrán efecto
en la normativa estatal cuando hayan sido incorporadas al ordenamiento
interno. En caso de que dicha incorporación no se haya producido
o bien se haya hecho de forma deficiente, si recogen disposiciones claras,
precisas e incondicionadas permitirán al particular alegarlas frente
al Estado. No se admite ni el efecto vertical inverso ni el efecto horizontal.
Y únicamente tendrán incidencia mediante la posibilidad de
interpretar las leyes internas en función de su contenido, cuando,
en el ámbito penal, ello no implique una analogía contraria
al procesado, que fundamente o agrave su responsabilidad.
B. La no aplicación de una norma penal
contraria a la normativa comunitaria.
Teniendo en cuenta los principios de primacía
y eficacia directa, y en ámbitos en los que el legislador comunitario
sea competente, es evidente entonces que no es posible crear normativa
interna contraria a la normativa comunitaria. En este sentido, como señala
CUERDA refiriéndose al ámbito penal, el legislador estatal
no es libre para elegir las conductas que desea incriminar (Cuerda, 1995,
626) y en caso de que, no obstante, cree o haya creado normas penales que
entren en contradicción con el Derecho comunitario habrá
que aplicar los mecanismos jurídicos pertinentes para su derogación
total o parcial.
Ahora bien, cuando en los ordenamientos internos
exista esa normativa contradictoria con la generada por los órganos
comunitarios, dotada ésta de eficacia directa, serán los
tribunales estatales los que habrán de resolver la contradicción,
dejando de aplicar total o parcialmente, o reinterpretando en su caso,
la norma interna. Y, en este sentido, como antes se apuntaba, ya desde
la sentencia sobre el asunto "Sail" viene afirmando el Tribunal de Justicia
de la CE que la eficacia del Derecho comunitario es siempre la misma, con
independencia del sector, incluso penal, en el que haya de efectuarse esa
no aplicación. En otros términos, el Derecho penal es competencia
de los Estados miembros de la Unión, pero ésta impone ciertos
límites a dicha competencia mediante los principios aludidos, lo
que no significa que tenga autoridad para imponer o exigir de los Estados
miembros sanciones penales (Vervaele, 1993, 177).
Ha sido ésta la primera forma de influencia
que el Derecho comunitario ejerció sobre los ordenamientos penales
internos y, de hecho, como indica MESTRE, la construcción del Derecho
penal comunitario no se ha realizado tanto por la vía de la armonización
prevista en los arts. 100, 189 o 235 del Tratado de la CE, como a través
de la recepción interna de los principios del Derecho comunitario
mediante la cotidiana actividad interpretadora del Tratado de la Comunidad
desarrollada por el Tribunal de Justicia en cuestiones de prejudicialidad
planteadas en el seno de procesos penales (Mestre, 1989, 580).
Cuando un Tribunal se enfrente a un conflicto entre
una norma penal y una norma comunitaria dotada de eficacia directa tiene
que dejar de aplicar aquélla -o bien reducir su ámbito de
aplicación-, absolviendo directamente al inculpado una vez comprobada
la contradicción entre la norma comunitaria y la penal por cuya
violación se pretende hacer responder a éste, aun cuando
la norma interna se haya aprobado con posterioridad (Mateos, 1995, 954).
En este sentido, es mayoritaria entre los autores
españoles, la tesis favorable a que directamente el Tribunal, sin
necesidad de solicitar la previa declaración de inconstitucionalidad,
y sin necesidad de recurrir al Tribunal de Justicia de la CE para comprobar
la contradicción, puede asumir esa función postergando la
norma contraria al Derecho comunitario (Cuerda/Ruiz, 1989, 359), lo que,
por supuesto, no implica una derogación expresa de la misma para
la que no es competente. Cualquier ciudadano entonces podrá adecuar
su conducta a la normativa europea, solicitando del juez penal que no aplique
el tipo penal en virtud del cual su conducta pudiera resultar punible (Mestre,
1989, 583).
Que el Tribunal estatal no tenga que solicitar una
declaración del Tribunal de Justicia sobre la posible incompatibilidad
normativa no significa que en ocasiones no deba hacerlo. De hecho habrá
de acudir a este organismo, mediante la interposición de una cuestión
prejudicial en base al art. 177 del Tratado de la CE siempre que su decisión
no sea susceptible de recurso judicial interno (pfo. 3º) y, en todo
caso, cuando necesite interpretar el Derecho comunitario para decidir sobre
la contradicción. De ahí que la unidad de interpretación
del ordenamiento comunitario esté garantizada por la atribución
al Tribunal de Justica del monopolio interpretativo de los Tratados constitutivos.
En este sentido el Tribunal de Justicia no resuelve el caso planteado ante
el Tribunal interno, que será quien decida sobre el supuesto que
a él se le plantea en base a la interpretacion ofrecida por aquél
(Nieto, 1995, 596). Pero es, a tenor del art. 164 del Tratado de la CE,
el único órgano encargado de interpretar el Derecho comunitario.
Por ello señala TIEDEMANN que la jurisprudencia del Tribunal europeo
tiene como cometido interpretar el Derecho comunitario y no el estatal,
centrándose no en las sanciones ni en la amenaza penal, sino en
los mandatos o prohibiciones que se contienen y que están en la
base de la sanción y del tipo penal al describir la infracción
de la norma (Tiedemann, 1994, 238).
Para que el Tribunal interno pueda dejar de aplicar
la normativa interna es necesario, en primer lugar, que la norma penal
estatal afecte al Derecho comunitario, perjudicando la obtención
de los fines que pretende la Unión. De este modo, apunta NIETO,
se excluyen de la órbita de esta influencia conflictos meramente
internos o que afectan a ciudadanos de terceros países, supuestos
en que los tipos penales contrarios al Derecho comunitario podrán
seguir aplicándose (Nieto, 1995, 595). Y, además, como viene
poniéndose de relieve, es necesario que la colisión se produzca
con una norma comunitaria dotada de efecto directo.
A la hora de justificar desde la Dogmática
penal la actuación del Tribunal interno, la doctrina penal ha manejado
diferentes criterios, principalmente los de entender que estamos ante un
supuesto de atipicidad de la conducta analizada o bien ante un supuesto
de ejercicio de un derecho a ubicar en la ausencia de antijuricidad.
Referente es la sentencia del Tribunal supremo de
20 de octubre de 1992 que alude a una primacía del Derecho comunitario
con efectos descriminalizadores o despenalizadores, lo que como también
destaca NIETO, y entiendo es la solución acertada, muestra una alineación
con la solución de la atipicidad (Nieto, 1996, 294). Ello al menos
en los casos en que la conducta prohibida sea contraria en sí al
Derecho comunitario, de modo radical y expreso, pues los principios de
primacía y efecto directo al articular las relaciones entre el Derecho
comunitario y el Derecho interno determinan qué conjunto normativo
ha de aplicarse para enjuiciar una determinada conducta. Y a juicio de
este autor, también acertado, lo mismo ocurrirá cuando lo
que resulte contrario al Derecho comunitario sea una determinada interpretación
de un elemento normativo (Nieto, 1995, 147). Posteriormente se insistirá
en esta cuestión al analizar la influencia de las directivas incorrectamente
traspuestas en la integración del art. 325 Cp.
Señala este autor, asimismo, que habrá
que dejar sin aplicar la norma penal, absolviendo al inculpado, cuando
lo que se considere contrario al Derecho comunitario sea la sanción,
siempre que no se encuentre una penalidad adecuada, al amparo del principio
de legalidad (Nieto, 1995, 148), posibilidad ésta, en mi opinión,
difícil de aceptar.
Por último, alude NIETO a determiados supuestos
en los que, aun sin aceptar la existencia de una contradicción que
determine la inaplicación de la norma interna, el Tribunal habrá
de admitir la existencia de un error, de tipo o de prohibición,
ante una reglamentación comunitaria compleja en muchas ocasiones
(Nieto, 1995, 150).
Esta vertiente de la incidencia del Derecho comunitario
en el Derecho interno ha afectado fundamentalmente a los tipos penales
relacionados con el contrabando y el control de cambios, por la restricción
de movimientos de bienes y capitales que, respectivamente, ambas figuras
implican. Pero, en general, puede señalarse que las normas penales
llamadas a entrar en colisión con la normativa comunitaria pueden
ser todas las que integran el Derecho penal económico -entendido
en sentido amplio-, por afectar a materias sobre las que existen competencias
comunitarias y, entre ellas, cómo no, cuanto concierne a la tutela
del ambiente. A este respecto, de modo particular puede ser frecuente la
colisión cuando los tipos penales se describan mediante la técnica
de la ley en blanco a que se aludía en el epígrafe anterior
y en este caso intervenir la normativa comunitaria no a efectos de integración
positiva, sino de integración negativa en cuanto obligue a omitir
la aplicación de un precepto penal por la contradicción con
la normativa comunitaria de la normativa extra-penal que incorpora o a
la que remite. Aunque también es difícil imaginar que el
legislador comunitario vaya a crear reglamentos o directivas contrarias
a la reglamentación estatal, por permitir actividades cuyo incumplimiento
ponga en peligro grave, por ejemplo, el medio ambiente (Nieto, 1996, 271).
Y, evidentemente, en el supuesto contrario, el tipo penal, aun insuficientemente
penalizador, no dejaría de aplicarse.
Antes de abordar la incidencia que, en concreto,
puede tener la normativa comunitaria en la tutela penal del ambiente es
necesario describir y explicar cómo se prevé esta tutela
y, por qué, aun cuando la Unión carezca de competencias penales
es éste un ámbito en el que la normativa comunitaria incide
en su expresión integradora, con efectos no sólo negativos.
II. EL DERECHO PENAL DEL MEDIO AMBIENTE.
1. La necesidad de previsiones de carácter
penal en la protección del ambiente.
Como reiteradamente viene señalándose,
las preocupaciones ambientales han encontrado acogida en la parte dogmática
de las constituciones de la mayoría de Estados de nuestro entorno
jurídico mediante la plasmación, como nuevo derecho económico-social,
de un derecho al ambiente que, y así se ha destacado en la doctrina,
incluye la obligación de conservar el ambiente que se tiene derecho
a disfrutar (Prats, 1983, 745). En la Constitución española,
el art. 45 plasma esta preocupación. En este precepto se normatiza
el derecho de los ciudadanos a disfrutar de un ambiente adecuado para su
desarrollo personal, exigiéndose a los poderes públicos que
velen por la utilización racional de todos los recursos naturales,
con el fin de proteger y mejorar la calidad de vida, defendiendo y restaurando
el ambiente, con apoyo en la indispensable solidaridad colectiva. Al mismo
tiempo, se impone el deber de conservar y, por ello, de no atentar ni perjudicar
el ambiente, que sirve de desarrollo vital a la convivencia humana. Respecto
al mandato constitucional, únicamente señalar que, en cuanto
ubicado en el epígrafe "de los principios rectores de la política
social y económica", es un mero principio informador de la actividad
legislativa que, sin ser alegable directamente, opera jurídicamente
a través de una legislación todavía incompleta.
Desde hace unas tres décadas, prácticamente
a partir de los primeros reconocimientos constitucionales, se ha ido creando
lo que se conoce como Derecho ambiental. Surgido por amenazas a menudo
materializadas en importantes daños y por la consiguiente necesidad
de una mejor protección de las condiciones de vida de las personas,
este moderno Derecho ha venido integrándose en el Derecho administrativo.
Como ha señalado TIEDEMANN se ocupa, tratando de combatirlos, de
los peligros que amenazan los fundamentos de nuestra vida -en otros términos,
del equilibrio natural-, dentro del ámbito tradicional de las medidas
de policía, tratando de organizar, al mismo tiempo, un futuro mejor.
Se constata, no obstante, que el denominado Derecho ambiental tiende en
ocasiones a configurarse como un Derecho autónomo que reúne
aspectos tanto del Derecho administrativo clásico, como del Derecho
civil e incluso mercantil, tendencia reflejada en los intentos de articulación
de auténticos códigos del ambiente (Tiedemann, 1987, 140).
Pues bien, en este contexto, el Derecho penal del
ambiente se entiende surgido por la reclamación de sanciones más
severas para las infracciones a la normativa administrativa y la evidente
insuficiencia de las incriminaciones penales clásicas de carácter
general. Así, en los últimos años la mayoría
de ordenamientos jurídicos acude al Derecho penal para tipificar
como delitos determinados atentados a valores ambientales. Junto a los
Estados que han previsto la creación de un Código del ambiente,
con auténticas prescripciones de carácter represivo, como
Japón, en 1967, Suecia, en 1969, Dinamarca, en 1973, Noruega, en
1981, Suiza, en 1985, Grecia, en 1986 o Reino Unido, en 1991, la inclusión
de normas sancionadoras en relación con la tutela ambiental en los
Códigos penales o en leyes penales especiales es hoy un criterio
absolutamente consolidado. Especialmente significativas en este contexto
han sido la Ley italiana para la tutela de las aguas contra la contaminación,
de 10 de mayo de 1976, conocida como Legge Merli, que establece varias
figuras delictivas; la Ley alemana de reforma del Código penal para
la lucha frente a la criminalidad contra el ambiente, que introdujo en
1980 en el Código penal un título específico para
los delitos contra el ambiente; y los Códigos español, austriaco
y portugués, tras las reformas de 1983 y 1989. Incluso en sistemas
en los que tradicionalmente la problemática ambiental se ha abordado
con leyes administrativas o tipos penales clásicos, como Francia,
se constata esta tendencia, puesta ya de manifiesto con la Proposición
de ley de 5 de abril de 1978 nº 292, de M. Ciccolini, en favor de
la institución del delito ecológico.
Fruto de esta preocupación, el delito ecológico
en sentido estricto, como lo han venido denominando numerosos autores no
del todo acertadamente, nace en la legislación española,
con independencia de clásicas leyes sectoriales como las de caza
o pesca, con la Ley Orgánica 8/1983, de 25 de junio que incorpora
al Código penal el art. 347 bis -cuyo antecedente ha de encontrarse
en los diferentes artículos que en los intentos fallidos de reforma
global del Código penal de 1980 y 1983 se ocupan de esta temática,
posteriormente también contemplada en los Proyectos de 1992 y 1994
y, cómo no, en los actualmente vigentes arts. 325 ss. Cp-, sobre
el que hasta la fecha sólo se han publicado cinco sentencias del
Tribunal supremo. La primera de ellas, la relativa al conocido Sumario
12/85 del Juzgado de instrucción de Berga resuelto por la Sección
3ª de la Audiencia provincial de Barcelona en sentencia de 20 febrero
de 1988, que motivó la sentencia del Tribunal supremo de 30 de noviembre
de 1990. A este respecto, es sabido que las modificaciones operadas en
la legislación procesal por la Ley orgánica 7/88 de 22 de
diciembre difícilmente permitían que este tipo de infracciones
pudiera tener acceso al Tribunal supremo pues las penas asignadas al art.
347 bis remitían al procedimiento abreviado (art. 779 LECr), con
la consiguiente exclusión de la posibilidad de casación.
Sin embargo, el nuevo texto penal de 1995, merced a su nuevo catálogo
de penas y a la modificación que la Disposición final primera
introduce en la Ley de Enjuiciamiento criminal, traslada a las Audiencias
provinciales la competencia para conocer las causas por delitos contra
el ambiente, con lo que necesariamente a partir de ahora el Tribunal supremo
se pronunciará con mayor frecuencia sobre estos delitos.
Es comúnmente aceptado, como señala
TERRADILLOS, que al ser el ambiente susceptible de menoscabo y limitados
los recursos naturales han de encontrarse los mecanismos de gestión
idóneos que permitan un uso sostenido de los mismos como vía
que evite la imparable autodestrucción de la especie humana. Pero
no es cierto que la tutela de los recursos naturales no sea compatible
con el crecimiento económico, sino que, al contrario, le resulta
imprescindible, aunque a corto plazo pueda chocar con intereses parciales
(Terradillos, 1992, prólogo). De lo que se trata es de conciliar
el incremento de la producción de bienes con la conservación
y protección del ambiente, propiciando un sistema de progreso industrial
programado y planificado que, erradicando el desarrollo económico
a toda costa, pondere los costes ambientales que genera dicho impulso.
En la actualidad, la importancia de preservar el ambiente como una de las
mejores aportaciones para elevar la calidad de vida de los ciudadanos no
es discutida por nadie; las discrepancias únicamente se proyectan
sobre el alcance de la defensa, los medios a utilizar y la ponderación
a establecer con otras exigencias de la cultura industrial (Morillas, 1992,
145).
Sí se ha puesto de manifiesto, en todo caso,
la necesidad de un enfoque global de la problemática, que atienda
a intereses colectivos y generales, algo que no encaja bien con el carácter
individualista del sistema tradicional de la responsabilidad civil, pensada
para resolver conflictos entre particulares. Ello explica que el denominado
Derecho ambiental se forme sustancialmente por normas de Derecho público.
Y, como ya se ha señalado, que haya sido el Derecho administrativo
el sector del ordenamiento tradicionalmente implicado en estas cuestiones.
Así, como suele indicarse en la doctrina administrativista, las
técnicas arbitradas por la normativa española relacionada
con el ambiente agotan prácticamente el elenco tradicional de medidas
de carácter administrativo, unilateral e imperativo, tanto en sus
distintas formas -prohibiciones, autorizaciones, órdenes y mandatos-
como grados de intensidad -delimitación, mera limitación
o sacrificio del ejercicio de libertades y derechos-.
La existencia de un deterioro imparable del ambiente
ha supuesto, sin embargo, como antes apuntaba, la necesidad de plantear
su protección a través de instrumentos de carácter
sancionador más contundentes que los tradicionalmente existentes
meramente administrativos. Las reacciones legales administrativas ante
el incumplimiento de la ley pueden resultar duras, pero no garantizan en
todos los casos una protección adecuada, ni desde una perspectiva
preventiva ni represiva. La sanción penal ejerce en cambio una presión
adicional que puede ayudar a asegurar en buen número de casos el
cumplimiento voluntario de los requisitos y prohibiciones legales en el
ejercicio de la actividad potencialmente peligrosa para el ambiente. La
inclusión de la tutela ambiental en el Código penal pretende
además, junto a una elevación de los efectos de prevención
general -negativa-, reactivar la conciencia del público sobre la
dañosidad social de los ataques al ambiente y reafirmar la aceptación
de bienes jurídicos ambientales autónomos con el mismo rango
que los clásicos bienes jurídicos individuales. En este sentido,
acertadamente señala PRATS cómo la aparición de nuevos
tipos de injusto en esta materia no es fruto de la inflación penal,
sino de la presión social que obliga a intervenir al legislador
en favor de intereses colectivos, defendiéndolos frente a los ataques
que surgen de las nuevas formas de destrucción consecuencia del
avance tecnológico (Prats, 1983, 750). A este respecto, la Exposición
de motivos del Proyecto de nuevo Código penal de 1992 aceptaba afrontar
la antinomia existente entre el principo de intervención mínima
y las crecientes necesidades de tutela en una sociedad cada vez mas compleja,
dando prudente acogida a nuevas formas de delincuencia, pero eliminando
a la vez figuras delictivas que han perdido su razón de ser y destacando,
en el primer sentido, la nueva regulación de los delitos relativos
a los recursos naturales. Añadía que ello se debe a diversas
razones, de entre las que destacaba el mandato constitucional y la indudable
aparición de un bien jurídico que traduce la creciente preocupación
de primer orden frente a los ataques más graves que se infringen
al ambiente y los recursos naturales. Retoma lo que ya expresaba la Exposición
de motivos de la propia reforma de 1983 que introdujo el art. 347 bis Cp
al señalar que "[...] unos preceptos penales no han de poder por
sí solos lograr la desaparición de toda industria o actividad
nociva para personas o medio ambiente; pero también es evidente
que cualquier política tendente a introducir rigurosidad en ese
problema requiere el auxilio coercitivo de la ley penal".
Ha sido ésta cuestión objeto de debate
en numerosas reuniones de carácter internacional de las que ha surgido
un relativo consenso en la doctrina sobre la consideración del ambiente
como bien jurídico de especial trascendencia cuya protección
resulta esencial para la propia existencia del ser humano, por lo que su
conservación y mantenimiento justifica plenamente la necesidad de
intervención del Derecho penal en una tutela específica.
Ha de destacarse a este respecto la Resolución (77) 28 de 27 de
septiembre de 1977 del Comité de Ministros de justicia del Consejo
de Europa sobre la contribución del Derecho penal en la protección
del ambiente, a que condujo la discusión de la Séptima Conferencia
de Ministros de Justicia de Europa, de 1972. En ella se aconseja a los
países miembros el uso de la ley penal contra los responsables de
desastres ecológicos, polución o alteraciones ambientales.
Posteriormente, la Resolución nº 1 de la 17ª Conferencia,
reunida en Estambul en junio de 1990, insistiría en "la necesidad
de desarrollar el Derecho penal del medio ambiente", recomendando al Comité
de Ministros "invitar al Comité Europeo para los Problemas Criminales
a que elabore líneas directrices comunes, en forma de recomendación
o, en su caso de convenio, con el fin de luchar contra los atentados al
medio ambiente". Como se señala en el informe de la Delegación
alemana, el daño irreversible a la atmósfera, la muerte de
los bosques, la desaparición de numerosas especies de nuestra rica
flora y fauna y la contaminación del suelo y del agua constituyen
pruebas acuciantes del hecho de que la base natural de nuestra existencia
se encuentra ahora en peligro. Por ello, que los actos perjudiciales para
el ambiente merecen sanciones penales ya no es tema de serias dudas.
En el ordenamiento español, sin duda la necesidad
de protección penal se confirma a nivel constitucional, pues es
el mismo texto de 1978 el que además de proclamar la importancia
de la tutela del ambiente de cara a garantizar y desarrollar una mejor
calidad de vida, impone expresamente la obligación de establecer
sanciones penales.
Al margen de la cuestionable imposición constitucional,
sí parece que el grado de degradación ambiental es tal que
la lucha contra la misma requiere de todos los instrumentos jurídicos
al alcance de la sociedad, entre ellos, como ultima ratio, el Derecho penal;
Derecho penal, que -sin que de ello se derive que deba limitarse a sancionar
la mera infracción de normas civiles o administrativas- debiera
cumplir una función de protección, como luego se explicará,
subsidiaria (De la Cuesta Aguado, 1994, 87). Tanto la relevante trascendencia
del ambiente como interés jurídico como la gravedad de las
formas de incidencia nociva que se han desplegado contra el mismo reclaman
esta intervención. A los bienes jurídico-penales les incumbe
la función de destacar los intereses reconocidos social y constitucionalmente
como valiosos, sirviendo de guía en la precisión de las conductas
a considerar penalmente, y no puede olvidarse que, en este ámbito,
hablamos de fuentes de existencia insustituibles y absolutamente necesarias
para la vida tanto de los seres humanos como de los animales y plantas
y, en definitiva, del equilibrio del ecosistema en el que se integra el
ser humano.
La actuación penal es necesaria como reconocimiento
de unos intereses propios básicos para el desarrollo de la vida
en sociedad y para que el individuo acceda a una plena realización,
que no se satisface garantizando únicamente los bienes tradicionales
mediante un adelantamiento de su protección penal. Como subraya
DE LA CUESTA ARZAMENDI una política criminal igualitaria y progresista,
que quiera realmente servir a la protección de aquellos bienes en
cuyo amparo se encuentran interesadas por igual todas las capas de la población,
no puede evitar ocuparse de ese conjunto de intereses de gran relevancia
social, auténticas instancias antagonistas a las posiciones económicas
y jurídicas hoy dominantes y volcadas -en un contexto de aspiración
a la igualdad y libertad sustanciales- en la afirmación de un control
sobre el desarrollo de las actividades económicas y el ejercicio
del poder fáctico a ellas conectado. La conservación y mantenimento
del ambiente resulta esencial no ya para asegurar el funcionamiento de
un sistema social concreto, sino para garantizar unas necesidades humanas
que por su deterioro y destrucción quedarían insatisfechas
o encontrarían graves dificultades para su adecuada satisfacción
e incluso la misma existencia del ser humano (De la Cuesta Arzamendi, 1983,
879/82).
Sí habrá que admitir, sin embargo,
que el Derecho penal, como el más formalizado y negativo de los
instrumentos de control social de que dispone el Estado, ceda paso -y hoy
en día ello es incuestionable- a otras formas de control o políticas
sociales. Medidas de protección directamente preventivas, como la
investigación y la educación, la actividad de policía
administrativa en base a controles previos, autorizaciones o licencias,
las medidas de estímulo como exenciones y bonificaciones y, en general,
toda acción previa al atentado contra el ambiente útil para
evitarlo, se han consagrado como mecanismos idóneos de actuación
(López-Cerón, 1996, 636). En este sentido, la doctrina dominante
repetidamente se ha mostrado favorable a otorgar al Derecho penal un papel
subsidiario, que no secundario, en la protección del ambiente, interviniendo
en última instancia, cuando otras medidas no han sido observadas,
han quedado sin efecto o se han manifestado inadecuadas. De nada servirá
el Derecho penal si no existe una programación por parte de la Administración
pública de todas las actividades que puedan suponer un peligro para
el ambiente y una tutela sancionadora extrapenal previa a la propiamente
penal. Sólo así se podrá hablar de una protección
penal eficaz y evitar el peligro de caer en el no infrecuente defecto político-criminal
de "huir hacia el Derecho penal" criminalizando simbólica y no realmente
una conducta o conjunto de conductas sin que tan aparentemente definitiva
y rotunda sanción sea finalmente eficaz (Mateos, 1992, 81). Colocarle
en primer plano supone una hipertrofia cualitativa y cuantitativa de esta
rama del derecho y una perversión de su función. Reflexión
con la que la mayoría de la doctrina estaría de acuerdo.
2. Vinculación al Derecho administrativo
de la tutela penal.
En la protección del ambiente, el legislador
decide ampliar la intervención penal tradicional, sin esperar a
la lesión de los bienes jurídicos considerados clásicos,
para tratar de actuar a tiempo frente a nuevas fuentes de peligro. Pero
se encuentra con un área regulada detenidamente por el Derecho administrativo
que en los últimos tiempos, en particular, ha cobrado un auge especial.
La intervención del legislador público refleja ese conflicto
reiteradamente destacado entre los intereses particulares de cada potencial
agente lesivo del ambiente, de carácter empresarial normalmente,
o intereses públicos de índole tecnológico e industrial,
y los intereses sociales que pretenden la conservación de un ambiente
puro. Y en esa confrontación el Derecho administrativo acepta la
explotación de los recursos naturales, pero desarrollando en gran
número de normas los límites de lo permitido -o, al menos,
no prohibido- en relación a comportamientos que menoscaban o perjudican
el ambiente (Heine, 1993, 292).
Ante esta situación, el legislador puede
intentar conectar la regulación penal y la regulación administrativa,
con el fin de lograr un sistema ordenado y global de protección
ambiental que, como señala DE LA CUESTA AGUADO, se inicie con controles
sociales primarios derivados de la propia conciencia social de la nocividad
de las conductas, pase por una gradual escala administrativa de permisos,
prohibiciones y sanciones y, finalmente, se complete con el recurso a la
intervención penal ante los atentados más graves, fracasados
los restantes sistemas de control. O bien, simplemente regular la materia
de forma cerrada en sí misma, atendiendo a la gravedad de las conductas
y a la importancia y necesidad de protección de los bienes jurídicos
en juego (De la Cuesta Aguado, 1994, 320). Es la opción entre la
accesoriedad administrativa del Derecho penal o su configuración
autónoma respecto de dicha normativa administrativa.
Esto es, la plasmación legal de la protección
penal ambiental obliga al legislador a plantearse si las disposiciones
penales que pretende prever para garantizar dicha tutela deben concebirse
de forma subordinada al Derecho administrativo del ambiente o si, por el
contrario, pueden concretar de modo autónomo el ámbito en
que los atentados contra el ambiente deben constituir infracciones punibles.
Ambas opciones representan extremos ideales que en la realidad de cada
legislación se interseccionan ofreciendo numerosas plasmaciones
de formas híbridas (Tiedemann, 1987, 141).
En los detenidos estudios de Derecho comparado que
sobre esta cuestión se han venido realizando se observan, al margen
de particularidades más o menos relevantes de cada ordenamiento
penal, tres sistemas diferentes -que, por otra parte, pueden concurrir
en un mismo ordenamiento en relación con diferentes tipos penales
(Heine, 1993, 293)-, cuya finalidad de protección es en sí
teóricamente diversa.
Un primer modelo prevé una protección
penal absolutamente independiente de previsiones administrativas, modelo
que aparece en los ordenamientos alemán, danés, holandés,
polaco o portugués, en los que las disposiciones penales describen
más o menos exhaustivamente, pero en todo caso sin remisión
alguna a conceptos administrativos, la conducta que se estima digna de
sanción. En un segundo sistema el Derecho penal -cuando interviene-
se configura de forma absolutamente dependiente de los actos o normas administrativas,
como en Bélgica, Canadá, Estados Unidos, Francia o Inglaterra.
En él, las normas sancionadoras en blanco se utilizan, carentes
en sí de cualquier ingrediente definidor relacionado con el ambiente,
para castigar todo incumplimiento de normas ambientales o directrices administrativas.
Por último, un tercer modelo, hacia el que se constata una creciente
tendencia, ofrece una regulación penal relativamente subordinada
a la normativa o a la actuación administrativa: así, de nuevo
Alemania, Austria, España, Suecia o Suiza. En él se erige
en infracción penal la contaminación que viole disposiciones
legales o actos administrativos o la contaminación no autorizada
legalmente. Insisto, utilizándose en cada uno de ellos ténicas
diferentes y numerosas variantes por lo que únicamente una perspectiva
teórica permite establecer la estricta distinción entre los
mismos. Como se señala en la doctrina italiana estamos ante un modelo
prevalentemente penal, uno prevalentemente administrativo o uno mixto.
Interesa insistir en la distinción, al menos
en cuanto al diferente sentido de la protección que con uno u otro
modelo parece pretenderse. Así, señala HEINE que la finalidad
de un Derecho penal absolutamente independiente reside en evitar el peligro
concreto para la vida y la salud de las personas y, por tanto, será
indiferente que se actúe o no contra un acto o norma administrativa
o, a la inversa, de conformidad con una autorización administrativa.
El segundo modelo pretende asegurar jurídico-penalmente las decisiones
o normas administrativas sancionando la lesión de éstas.
Por último, en un Derecho penal relativamente accesorio se pretenden
proteger bienes jurídicos específicamente ambientales, integrando
aquella lesión, como un elemento más, en el tipo objetivo,
que requiere otros elementos (Heine, 1993, 289). En este sentido, se alude
también a tipos penales originarios, tipos penales de desobediencia
y tipos penales accesorios. Por ello, la asunción de uno u otro
modelo no representa sólo una opción de técnica legislativa.
A. Crítica a una protección penal
del ambiente absolutamente desvinculada del Derecho administrativo.
El modelo predominante es el de la accesoriedad
relativa y a él tienden la mayoría de ordenamientos penales,
con independencia de que en ocasiones en ellos algún tipo prescinda
de esta configuración. En él se produce una descripción
general del comportamiento que pretende incriminarse penalmente, pero el
injusto penal se define plenamente o se completa con una remisión
a la regulación administrativa. De este modo, el Derecho administrativo
determina en cierta medida los límites de la penalidad, sin que
ello signifique consagrar como bien tutelado una pretensión estatal
de obediencia. Pero precisamente, y aunque esta tendencia sea creciente
en el ordenamiento comparado, repetidamente se viene señalando como
talón de Aquiles de la protección penal del ambiente, desde
una perspectiva jurídica, su dependencia del Derecho administrativo.
Se alude críticamente al carácter
de ley en blanco que con esta técnica adquiere la normativa penal,
lesiva del principio de legalidad, a la gran cantidad de conceptos jurídicos
indeterminados que permite utilizar y a la ausencia de claridad respecto
a la materia de prohibición, a la dependencia de la persecución
penal del comportamiento previo de la autoridad ambiental, a la pérdida
de poder del legislador penal y al carácter secundario que se otorga
al Derecho penal. Se cuestiona la incertidumbre de saber si el bien jurídico
protegido realmente es el ambiente o más bien las facultades de
la Administración en la ordenación y tutela de los bienes
ambientales. Se señala que puede producirse una sumisión
permanente a las exigencias de la Administración, fundamentalmente
en el ámbito económico, deseosa de extender su capacidad
reglamentaria a la definición de los contenidos de los tipos penales.
Se indica que con el recurso a tipos penales accesorios el legislador traslada
los problemas más arduos que se le presentan a la hora de tipificar
determinadas conductas que supongan un riesgo social permitido al ámbito
del Derecho administrativo. Y se alude, por último, a la pérdida
de eficacia de un Derecho penal que se hace depender en último término
de la actuación administrativa y, en este sentido, al temor de que
se diluya la protección penal. Específicamente en relación
con el derogado art. 347 bis Cp particular énfasis se ha puesto
en la inexistencia de una legislación administrativa clara y homogénea
a la que remitirse.
En relación con esta pretendida ineficacia
del Derecho penal ambiental se subraya especialmente la dificultad de una
protección adecuada cuando en último término va a
ser la autorización o la prohibición administrativa, según
el comportamiento tipificado, la que determine la reacción penal,
que se bloqueará muchas veces por una deficiente legislación
o actuación administrativa. Se alude, en este sentido, a la legislación
penal como mero "acto simbólico" que encubre una protección
del ambiente que dependerá de cómo funcione la instancia
previa. Como señala DE LA CUESTA ARZAMENDI hay que temer que esta
relación de accesoriedad contribuya a la formación de espacios
abiertos de impunidad, fruto de intervenciones administrativas guiadas
por el deseo de conciliar los intereses de la conservación ecológica
con las exigencias de desarrollo industrial o económico de las diferentes
regiones y del mismo Estado (De la Cuesta Arzamendi, 1982, 661).
De ahí que se alcen voces en favor de una
relajación de la vinculación penal a dichas actuaciones o
de una técnica de tipificación diversa. El propio DE LA CUESTA
ARZAMENDI indicaba que el empleo de las sanciones penales como simples
instrumentos de ultima ratio para luchar contra los déficits de
aplicación de las disposiciones administrativas vigentes en materia
ambiental parte de una concepción demasiado limitada de la función
socialmente atribuida al Derecho penal y no sirve tampoco para superar
esos déficits concretos, que encuentran a menudo su razón
de ser en deficiencias de una Administración que prefiere legislar
a administrar. En esta línea, él consideraba más acertado
el establecimiento por el Derecho penal de una prohibición absoluta
de contaminar, apoyada sobre valores límites, independiente de disposiciones
administrativas (De la Cuesta Arzamendi, 1982, 660; también Bacigalupo,
1982, 207). Con carácter genérico, esta insatisfacción
respecto a la técnica de la ley penal en blanco, sobre la que luego
volveremos, la ha sintetizado MESTRE aludiendo a la disfuncionalidad de
los tipos en blanco. Este autor señala que cuando los intereses
sociales que se estima necesario proteger reciben ya la suficiente tutela
a través de medidas jurídicas sancionadoras de carácter
no penal resulta injustificada su extensión al ordenamiento penal;
consecuentemente, considera lógico reclamar en este proceso la desaparición
de todos aquellos preceptos que se entronquen con la denominada naturaleza
subsidiaria del Derecho penal, en la medida al menos en que las infracciones
de la normativa administrativa deben dar lugar tan sólo a sanciones
de este tipo, máxime cuando ese ordenamiento ha acreditado su capaciad
de autoprotección y reservar el Derecho penal para "más altos
fines" (Mestre, 1988, 526). Así, señala GONZALEZ GUITIAN,
siguiendo a MESTRE que "resultaría intolerable que la realización
de vertidos que pongan en peligro grave la salud de las personas o puedan
perjudicar gravemente las condiciones medioambientales fuese atípica
tan sólo porque su autor no hubiera contravenido ningún texto,
legal o reglamentario, protector del medio ambiente" (González Guitián,
1991, 124).
Este tipo de razonamiento ha llevado a cuestionar
la viabilidad de la técnica de configuración accesoria de
los preceptos penales, que en materia ambiental cobra particular importancia.
Ahora bien, el orden jurídico administrativo
en el Estado social ha experimentado una importante evolución y
en lo que se ha dado incluso en denominar Estado social de la Administración
cada vez son más los ámbitos de vida, modos de comportamiento,
hechos en general, que se regulan administrativamente. Las leyes administrativas
no se limitan ya a servir de instrumento policial para evitar determinados
peligros, sino que posibilitan a las autoridades planear, intervenir, desarrollar
medidas económicas y de distribución en relación con
la asignación de los recursos escasos, además de permitir
medidas de control, ordenación y configuración de multiples
actividades. El Derecho ambiental es parte de este campo de desarrollo
y tal es así que las leyes que forman parte de él se dirigen
en alto grado a la ejecución administrativa.
Por ello, la prioridad absoluta en la lucha contra
la degradación del ambiente natural se concreta en una actividad
administrativa de prevención y control, que determina los límites
permitidos de emisión y, asimismo, asegura mediante estrictos mecanismos
el respeto de dichos baremos por los posibles agentes contaminantes (Rodas,
1994, 141). Ha de destacarse, por otra parte, la complejidad de los problemas
ambientales tanto a la hora de delimitar las áreas o zonas a proteger
como, sobre todo, en relación con los factores contaminantes, cantidades
y calidades admitidas en función de diversas variables y procedimientos
o criterios de medición y valoración. Además, el ambiente
como bien jurídico se caracteriza por su relatividad y disponibilidad,
dada la necesidad de su utilización (González Guitián,
1991, 116). Como ya hace años señalara RODRIGUEZ RAMOS una
realidad tan compleja no admite una regulación penal original y
autónoma, so pena de autocondenarse a la ineficacia que derivaría
de su inaplicación o, de seguir tendencias excesivamente criminalizadoras,
de frenar el necesario desarrollo económico y tecnológico
que pudiera ser compatible con una equilibrada protección del ambiente,
pues no es imaginable una utilización empresarial de los recursos
ambientales sin un comportamiento mínimamente dañoso (Rodríguez
Ramos, 1982, 304).
A través de la incorporación de la
protección del ambiente a las estructuras del Derecho penal nuclear
se ha dado un importante avance en la concienciación ambiental.
Pero, desde un punto de vista técnico legal, la garantía
de la no contradicción del orden jurídico requiere que el
Derecho penal en determinada medida respete los preceptos administrativos.
Una protección absoluta del ambiente es totalmente inviable dada
su necesidad de utilización y obliga a la dependencia del ordenamiento
donde ésta se concreta o, expresado en otros términos, a
aceptar el carácter auxiliar y secundario de un Derecho penal -auxiliar,
en cuanto su función tutelar sólo puede realizarse apoyando
la normativa administrativa y secundario en cuanto corresponde a la norma
no penal un papel primario en la protección del ambiente-, que flanquea
y complementa la normativa administrativa (Rodríguez Ramos, 1982,
304), en un sentido positivo, esto es, sin identificar secundariedad con
superfluidad, sino con garantía de la normativa administrativa a
la que se brinda protección para tutelar el bien jurídico
real que es el ambiente; sin que ello represente, por otra parte, algo
exclusivo del Derecho penal ambiental.
El legislador penal ha de aceptar la realidad de
las infinitas posibilidades de dañar al ambiente, que hace imposible
prescindir de las normas administrativas que ejercen una función
preventiva en el ejercicio de cada actividad, pues esas normas, cuya aplicación
es de carácter preferente, han de delimitar precisamente el marco
de lo permitido (Mateos, 1992, 105). En este sentido, no se trata de sancionar
como primera medida, cuanto de armonizar los intereses económicos
y ecológicos para evitar una sobre-utilización del ambiente.
Y, por ello, el temor debiera ser el inverso, una actuación excesiva
del Derecho penal en esferas que, en principio, le son ajenas. Por ello
la tutela penal no puede comprenderse como algo aislado, sino desde una
concepción global de la protección del ambiente que le obliga
a desarrollar un papel de apoyo y fortalecimiento del intervencionismo
preventivo de la Administración, a cuya organización y normativa
debe adaptarse, renunciando a una labor original de concreción de
las modalidades de agresión so pena, insisto, de ineficacia. Por
su carácter fragmentario, como señala PRATS, la ley penal
puede defender el equilibrio ecológico castigando ataques concretos
al ambiente biológico, pero sólo conjugando dicha medida
con un control político y administrativo riguroso puede proporcionarse
la protección ambiental necesaria (Prats, 1983, 752). Al margen
de que la propia Administración es la única que dispone de
medios de investigación idóneos para detectar posibles infracciones
(Prats, 1991, 63).
Aunque se pretenda una protección penal basada
en un bien jurídico sustantivo, ésta, con carácter
global, no puede desprenderse del Derecho administrativo ambiental. Al
carácter unitario del valor ambiente debe corresponder un sistema
protector-sancionador también unitario. Un desacoplamiento de ambos
sería anacrónico y jurídicamente inaceptable y de
ahí la inconvenciencia de aceptar tipos penales absolutamente independientes
de toda referencia al Derecho administrativo, salvo ante lesiones especialmente
importantes o ante atentados derivados de actividades socialmente no admitidas
y fácilmente delimitables (González Guitián, 1991,
117).
Aceptada la necesidad de intervención administrativa
en la protección ambiental, con carácter preferente desde
su perspectiva preventiva y de organización, el principio de unidad
del ordenamiento jurídico y, de él derivado, el de libertad
de contradicción en el sistema jurídico, representa un límite
a la amenaza penal de los comportamientos que explícitamente se
toleran en dicho ámbito jurídico (Heine, 1993, 292). De ahí
que no pueda prohibirse penalmente lo que administrativamente está
permitido bien por una norma, bien por una autorización que ejecute
la ley o concrete el principo que fundamenta ésta. Sólo las
acciones consideradas socialmente dañosas pueden ser objeto del
Derecho penal y no pueden considerarse tales las que permita el propio
ordenamiento (De la Cuesta Arzamendi, 1994, 189). De lo contrario, la ponderación
de intereses que se realiza en Derecho administrativo perdería todo
su sentido y se colocaría al ciudadano en la situación de
tener no sólo que adecuar su comportamiento a la actividad administrativa,
sino de tener que informarse además sobre la posible reacción
penal.
Y no estamos sólo ante un problema de orden
lógico-jurídico, en relación con la idea de unidad
del ordenamiento y la interpretación de ésta, sino ante una
cuestión que afecta al entendimiento del ámbito de protección
penal del ambiente y, como antes señalaba, del Derecho penal en
su consideración global. La política criminal forma parte
de la política legislativa general, con la consecuencia práctica
de que siempre han de intentar coordinarse los diferentes sectores del
ordenamiento para que todos los conjuntos normativos que incidan en una
misma realidad se edifiquen sobre un claro conocimiento de la misma y tiendan
hacia metas, si no idénticas, sí al menos armónicas.
Estamos ante ámbitos en que el Derecho penal
no puede aspirar a una regulación absolutamente independiente del
resto de órdenes jurídicos. Su relación con el Derecho
administrativo ha de basarse en una relación de integración
y, en este sentido, la situación jurídica administrativamente
concretada, atenta a determinados compromisos legales y a diversas ponderaciones
de intereses, ha de ser observada en la creación y aplicación
de los preceptos penales, sin que quepa acudir a criterios de exigencia
diferentes y más restrictivos que los que rigen en el Derecho administrativo
sobre el ambiente (De Vicente, 1993, 71). Con ello, el Derecho penal ambiental
en absoluto pierde eficacia, sino al contrario. Eficacia que, no obstante,
sólo se logrará con una legislación administrativa
adecuada. En este sentido, la eficacia de las normas penales no dependerá
de una opción u otra en cuanto al modelo de tutela, sino del contenido
de los concretos tipos penales y de la voluntad de los poderes públicos
de cara a su efectiva aplicación (Mateos, 1992, 119).
Lo importante es procurar una respuesta satisfactoria
a los problemas que pueda plantear la cuestión de la accesoriedad.
Los problemas que de la configuración accesoria de la protección
penal puedan derivarse, o de un entendimiento equivocado de la misma, no
obligan a su rechazo, sino a su explicación. Pero de lege ferenda
no puede cuestionarse en serio el "si", sino en todo caso el "cómo"
de la configuración accesoria del Derecho penal ambiental. De ahí
la importancia en determinar cómo debe articularse y cómo
debe entenderse dicha accesoriedad.
B. Crítica a una protección penal
del ambiente absolutamente dependiente del Derecho administrativo.
Aceptar su vinculación a la aplicación
de la normativa administrativa no implica concebir el Derecho penal ambiental,
sin embargo, únicamente desde la fundamentación de dicha
regulación.
En ocasiones se señala que la función
del Derecho penal en estos ámbitos reside en asegurar la eficacia
de la normativa administrativa o en sancionar la contradicción de
la conducta del sujeto con los mecanismos que concretan el poder de planificación
y gestión de la Administración pública. Y, como indica
HEINE, algunas legislaciones definen los delitos ambientales en términos
de violaciones o incumplimientos de objetivos de calidad o valores mínimos
admisibles, de condiciones de licencias y de niveles de ruido, que a menudo
se identifican con infracciones administrativas (Heine, 1993, 293). Estaríamos
entonces ante un Derecho penal absolutamente dependiente cuya tarea consiste
sólo en garantizar penalmente la actuación de la Administración,
pudiendo afirmarse que el bien jurídicamente protegido sería
entonces no el ambiente en sí mismo considerado, sino la capacidad
de control de la Administración pública en esta materia.
Pero, al margen de la problemática que conlleva
el hacer depender la ilicitud penal de una acción sólo de
la actividad de la autoridad administrativa, la sanción de conductas
que meramente dejan de observar las formalidades o disposiciones administrativas
implica -como repetidamente viene señalándose en diferentes
ámbitos de la legislación penal- incriminar un ilícito
puramente formal, ante el que no debiera intervenir el Derecho penal (De
Vicente, 1993, 115). La dependencia técnica del ordenamiento administrativo
es irrenunciable, pero no es admisible una penalización de todo
el Derecho administrativo (Bacigalupo, 1982, 198). Lo que sí ha
de observarse es hasta dónde pretende llegar la ley penal, estableciéndose
determinados criterios de selección para decidir qué comportamientos
opuestos al Derecho administrativo merecen la ultima ratio de la pena.
De ahí la importancia en plantear cómo limitar la dependencia
del Derecho administrativo para que la tutela penal se dirija realmente
al aseguramiento de los bienes ambientales y no de simples decisiones administrativas.
En este sentido, aunque el legislador ambiental
pretenda la prevención de consecuencias lesivas a través
del establecimiento de un sistema selectivo de autorizaciones de apertura,
explotación o funcionamiento de una actividad, el carácter
secundario del Derecho penal debe ser valorado en su justa medida, sin
entender que las normas penales han de limitarse a sancionar la desobediencia
al orden administrativo (De la Cuesta Aguado, 1994, 58).
Además del injusto administrativo que pueda
producirse, la intervención penal ha de exigir, como plus, un desvalor
de acción o de resultado complementario y cualificado sobre dicho
injusto, que diferencie éste, merecedor de sanción administrativa,
de aquél que obligue a la más severa de las reacciones del
ordenamiento jurídico (Mateos, 1992, 193), relacionado con un bien
jurídico valioso en sí mismo, un interés que trascienda
la esfera de las acciones de la Administración pública y
coincida con un valor constitucional (De la Cuesta Aguado, 1994, 325).
De lo contrario, el Derecho penal se aleja de los fines que le son propios.
C. Opción por una protección penal
del ambiente vinculada a la tutela administrativa en una relación
de dependencia o accesoriedad relativa.
Como se ha indicado, este es el modelo por el que
opta la legislación española en la tutela penal del ambiente.
En los arts. 325 ss. Cp y en los preceptos que preveían los diferentes
Proyectos de reforma del Código penal esta accesoriedad se manifiesta
de diferentes formas, bien con remisión a la normativa o reglamentación
protectora del ambiente, bien con remisión a autorizaciones, aprobaciones
u órdenes de la autoridad administrativa, bien, en ocasiones, con
una remisión tácita a una u otras. Se trata de relacionar
la protección penal con determinadas reglas y preceptos, con prohibiciones
o permisos, cuya adecuación temporal o local es necesaria.
El concepto de accesoriedad implica que en la fijación
de criterios de cuidado, riesgo y valor entran en juego los puntos de vista
del Estado y de su Administración. Allí donde el particular
no pueda objetiva y responsablemente establecer la ponderación de
riesgo y provecho y con ello la concreción del cuidado necesario
ha de intervenir el Estado. Como suele señalarse en la doctrina
alemana, "a quien no sabe lo que con atención a la protección
del ambiente tiene que hacer o le está permitido hacer se lo dice
la Administración ambiental estatal".
Al Estado, a sus diferentes Administraciones, le
corresponde una función de control y ordenación para determinar
los ámbitos de aprovechamiento del ambiente, con el objetivo de
conciliar los intereses contrapuestos, influyendo en la tutela ambiental
de modo preventivo, por ejemplo, mediante preceptos que obliguen a determinadas
medidas de instalación, seguridad o funcionamiento, derivándose
de ello, en cierta medida, una traslación de responsabilidad del
ciudadano a la Administración. Esta actúa como garante de
un correcto aprovechamiento ambiental, al decidir qué actividades
o procesos perjudican el ambiente, al establecer la ponderación
de riesgos y utilidades posibles y al concretar las medidas de cuidado
a tomar, de modo tal que el potencial agente contaminante puede limitarse
a cumplir la normativa prevista sin cuestionarse si le sería posible
alcanzar un mayor grado de seguridad en su actuación, aun cuando
a menudo quien actúa puede tener mejores conocimientos que la propia
Administración.
Con esta forma de accesoriedad se intenta establecer
el Derecho penal ambiental desde una vertiente preventiva frente a la lesión
de bienes jurídicos, limitando la característica represión
penal a los comportamientos que socialmente -desde una concreción
administrativa- se constaten como no deseados. Se produce con ello el riesgo
de convertir la actuación administrativa en bien jurídico
protegido, trasformando la retribución del injusto en un control
de comportamientos individuales. Ahora bien, no se trata, como en el modelo
anterior, de proteger la normativa administrativa en sí, sino de
proteger directamente los recursos ambientales con el fin de dotarles de
la relevancia que la conciencia social les atribuye, de proteger un bien
jurídico valioso en sí mismo que trasciende la esfera de
las acciones de la Administración pública y que, en este
caso, de carácter supraindividual, justifica su amparo en la medida
en que condiciona la vida de los individuos. Esta opción legislativa
se caracteriza entonces por el esfuerzo en asegurar una tutela penal inmediata
de los bienes ecológicos, insertando en el Código penal la
descripción de las conductas peligrosas para el ambiente y degradando
la inobservancia de las normas y actos administrativos a meros presupuestos
de penalidad (Heine, 1993, 295).
Por ello se denomina a este sistema "relativamente"
dependiente o accesorio, en cuanto la acción incriminada, junto
a la lesión de obligaciones administrativas, debe mostrar al menos
una potencial relevancia dañosa en relación al ambiente.
Lo que se entiende merecedor de sanción penal
no son las lesiones contra el Derecho administrativo al margen de sus efectos
ecológicos, sino las acciones con consecuencias lesivas, al menos
potencialmente, para el ambiente, aunque sea necesario para constatar esta
lesividad remitirse a la decisión administrativa, que es la que
determina los márgenes de actuación individual. En este sentido,
la coordinación con el Derecho administrativo se producirá
en cuanto la normativa o la decisión que en este sector del ordenamiento
se prevea representará o un elemento típico o un elemento
de la antijuricidad. Pero como se señalaba anteriormente la ilicitud
administrativa será condición necesaria pero no suficiente
para la sanción penal, que exigirá un desvalor de acción
o de resultado adicional y cualificado (González Guitián,
1991, 121).
3. La técnica legal a emplear en la construcción de los delitos ambientales.
A. Formas o modelos en el sistema de accesoriedad
relativa.
Son diversas las formas que esta accesoriedad relativa
puede adoptar en la concreción de cada tipo. De ahí la frecuente
alusión a la equivocidad del término. Pueden distinguirse
la accesoriedad conceptual, la accesoriedad de derecho y la accesoriedad
de acto.
En la accesoriedad conceptual, el tipo penal se
relaciona con conceptos administrativos mediante elementos normativos típicos.
En la accesoriedad de derecho, el precepto, configurado
como tipo en blanco, se remite, explícita o implícitamente,
a la normativa administrativa.
En la accesoriedad de acto se produce una dependencia
de las actuaciones administrativas individuales, esto es, de los actos
de la autoridad administrativa, mediante la remisión de un tipo
que también puede considerarse en realidad como norma penal en blanco
(De la Cuesta Aguado, 1994, 231). Desde otra perspectiva, sin embargo,
en ocasiones se entenderá como accesoriedad de derecho, de norma
o material, la adecuación al Derecho material del comportamiento
sometido a un acto de la autoridad, utilizando la expresión accesoriedad
de acto en sentido estricto o accesoriedad formal cuando lo definitivo
para afirmar o negar la relevancia penal de la conducta sea la adecuación
a dicho acto, con independencia de cuál sea la normativa administrativa
que lo fundamenta y de si el mismo se adecúa o no a ella. Dentro
de la accesoriedad de acto, a su vez, pueden existir preceptos en que se
incluya el término "no autorizado" o "sin autorización" y
preceptos en que se aluda al incumplimiento de un acto administrativo concreto
o a la actuación contra una prohibición. Por otra parte,
la accesoriedad administrativa de acto puede afectar a la tipicidad o a
la antijuricidad, según se considere el acto de la autoridad administrativa
como integrante del tipo o únicamente como causa de justificación,
lo que en algunos tipos representa objeto de controversia.
Relacionando diferentes modelos, y atendiendo fundamentalmente
a la actuación de la autoridad administrativa, suele aludirse también
a tres grados de accesoriedad: la más débil, en que la decisión
de la autoridad representa una causa de justificación especial y
excepcional respecto de una tipicidad que fija autónomamente el
Derecho penal para un comportamiento inaceptablemente perjudicial para
el ambiente y, por tanto, básicamente prohibido; un segundo grado,
en el que la lesión de obligaciones administrativas representa un
elemento complementario de la tipicidad objetiva de un comportamiento,
en principio lícito, pero necesitado de control administrativo,
perteneciendo el injusto administrativo formal y/o material a la materia
de prohibición penal; y un tercer grado en que la norma penal sólo
prescribe la observación de determinadas decisiones de las autoridades
administrativas, con lo que objeto del tipo delictivo es exclusivamente
el injusto administrativo formal, lo que remite a la accesoriedad o dependencia
absoluta a que se aludía en el epígrafe precedente.
Sobre estas distinciones, confusas a veces y no
siempre entendidas de forma unitaria, sintética y atinadamente DE
LA CUESTA AGUADO ha señalado que en ocasiones se entremezclan dos
órdenes de criterios: por un lado, el grado de vinculación
del Derecho penal con el Derecho administrativo (dependencia absoluta o
relativa) y, por otro, la concreta técnica legal utilizada (ley
penal en blanco, asunción de términos de origen administrativo,
etc). La diferencia, como ella señala, estriba en que, mientras
la primera clasificación afecta a la propia concepción de
la función del Derecho penal, la segunda queda restringida a la
utilización de unas concretas técnicas legales que no son
exclusivas, por otra parte, del Derecho penal del ambiente (De la Cuesta
Aguado, 1994, 231).
B. Especial referencia a la accesoriedad de
derecho y la problemática de las leyes penales en blanco.
Como se ha indicado, con esta técnica de
tipificación el precepto penal completa su contenido, parcialmente,
a través de normas de Derecho administrativo y la violación
de esta normativa -injusto administrativo-, como elemento normalmente adicional
del tipo objetivo, constituye materia de prohibición penal. Estamos
ante lo que se conoce como normas penales en blanco. Es el caso del art.
325 Cp, en la medida en que exige una contravención que remite a
la normativa ambiental extra-penal para delimitar el supuesto típico.
Su admisión como técnica de tipificación deriva de
la idea de unidad del ordenamiento jurídico que impide al Derecho
penal calificar como perjudicial lo que administrativamente se considera
permitido. De otro lado, facilita la rápida adecuación de
la intervención penal a una realidad en constante variación
por los vertiginosos cambios económicos, técnicos y científicos
que se producen en esta materia.
Lo que requiere la aceptación de esta modalidad
de accesoriedad, en aras de una cierta eficacia, es la existencia de una
normativa administrativa clara y adecuada para salvaguardar la protección
que penalmente se pretende. Y en este sentido, el Derecho penal ambiental
será tan bueno como lo sea el Derecho administrativo ambiental.
Pero, al margen de ello, la principal cuestión que suscita esta
técnica es la que con carácter general y no privativo de
la protección ambiental se plantea sobre la admisibilidad en Derecho
penal de las leyes en blanco.
La norma penal en blanco no contiene una delimitación
cerrada del supuesto de hecho típico, sino que representa una norma
incompleta de contenido preceptivo que ha de ser llenado por otra instancia
legislativa o reglamentaria.
La expresión puede entenderse en sentido
amplio, abarcando a toda norma en la que exista una remisión a otro
precepto, aun cuando sea de igual rango. Las principales objeciones, sin
embargo, se plantean respecto a la norma en blanco en sentido estricto,
en que la determinación de la conducta antinormativa queda encomendada
a una disposición de rango inferior a la ley penal. Como señala
BACIGALUPO las opiniones se dividen en torno a si el concepto de ley penal
en blanco puede alcanzar a todos los supuestos en que el legislador recurre
a la técnica de la remisión. Sin embargo, como él
mismo subraya, ello no parece tener especial trascendencia práctica,
pues ninguno de los autores que toman parte en la discusión extrae
de la ampliación del concepto de ley en blanco ninguna consecuencia
que esté vinculada con tal discusión. El problema estará
en los preceptos que se remiten a normas de rango inferior, por la quiebra
que puede producirse del principio de legalidad en sus diversos aspectos
(Bacigalupo, 1994, 449).
En relación con la regulación española,
la inexistencia durante largo tiempo de una doctrina asentada del Tribunal
supremo sobre las remisiones a los reglamentos para la configuración
de ilícitos penales ha permitido que coexistan en nuestra doctrina
tesis favorables y contrarias a su adecuación constitucional.
Un sector amplio de la doctrina ha cuestionado la
admisibilidad jurídica de los tipos en blanco en cuanto que, como
leyes necesitadas de complemento, posibilitan que la Administración,
mediante disposiciones de inferior rango al exigido por el principio de
legalidad, decida cuándo una determinada conducta se convierte en
punible. El principio de legalidad, para estos autores, veta la remisión
normativa.
Sobre la considerada dimensión política
del principio de legalidad se alega que, además, la utilización
de un instrumento normativo que no procede del órgano legislativo
compuesto por los representantes populares supone no sólo una vulneración
del principio de reserva de ley orgánica para la materia penal,
sino también una infracción de otros postulados fundamentales
del Estado de derecho, como son el principio de división de poderes
y el principio democrático. Ahora bien, como señala BACIGALUPO,
la ley penal en blanco adquirirá significación constitucional
cuando la norma complementadora provenga de una instancia que carece de
competencias penales. No cuando la autoridad que sanciona la prohibición
o el mandato de acción complementario tiene competencia penal, pues
entonces no habría más problemas que los propios de la remisión,
en relación con el conocimiento de las normas (Bacigalupo, 1994,
450). Por otra parte, si es cierto que la problemática de las leyes
penales en blanco se sitúa en la linea de tensión entre el
legislativo y el ejecutivo, esta perspectiva varía también
desde el momento en que en el ordenamiento español se contemplan
dos clases de leyes, orgánicas y ordinarias (Casabó, 1982,
254).
Las leyes penales en blanco, en sentido amplio o
estricto, también despiertan objeciones en relación con otro
aspecto del principio de legalidad, el que se refiere a su dimensión
de garantía de la seguridad jurídica. En relación
con el mandato de determinación se ha alegado que las normas que
no contienen la descripción completa del presupuesto de hecho dificultan
la certeza de la norma y, con ello, el conocimiento de la prohibición
por parte de sus destinatarios.
Por último, en relación con el principio
de igualdad, se ha estimado que con esta técnica las Comunidades
Autónomas pueden asumir por vía indirecta competencias en
la incriminación de las conductas punibles, vulnerando el principio
de uniformidad de la legislación penal. Señala MESTRE, en
este sentido, que la creación de figuras delictivas de ámbito
de aplicación exclusivamente territorial y subestatal carece de
cobertura constitucional, puesto que si bien la norma fundamental no consagra
expresamente el citado principio de uniformidad, éste se deduce
del principio de igualdad y más concretamente del de uniformidad
de las condiciones de vida (Mestre, 1988, 519).
Estas tesis, sin embargo, no han sido compartidas
por una doctrina mayoritaria que ha insistido en que la intervención
de la Administración en la configuración de los tipos penales
se debe no a la fuerza expansiva del poder ejecutivo en detrimento del
legislativo, sino precisamente a una autorización que éste
otorga a aquél, en ejercicio de la soberanía popular que
encarna. De ahí que se acepte la constitucionalidad de los preceptos
del Código penal que defieren a los reglamentos la concreción
de los supuestos de hecho sancionados en ellos, aludiendo a la doctrina
del complemento indispensable, a la necesidad de realizar regulaciones
técnicas impropias de una norma penal o a la inadecuación
del procedimiento parlamentario para la continua actualización normativa
de algunas materias. Se aduce además que las leyes en blanco ofrecen
una perfecta instrumentalidad a la hora de delimitar el ámbito de
lo lícito, pudiendo ofrecer su descripción la misma certeza
y seguridad que otras en las que no existen elementos normativos.
En efecto, la complementación es admisible
siempre que las características de la materia lo hagan necesario
y, en todo caso, se respeten los límites materiales de una reserva
de ley orgánica que no debiera cuestionarse, esto es, siempre que
la ley penal contenga el núcleo del tipo y fije los límites
de una remisión que no suponga -por su indeterminación- una
deslegalización efectiva. En opinión de MESTRE es esta última
perspectiva, la de los límites materiales de la reserva de ley la
que constituye el auténtico problema de la ley en blanco, que habría
de considerarse inconstitucional cuando, en general, no se ponga ningún
límite material a la norma que determine el ilícito penal
(Mestre, 1988, 516).
Ha de reconocerse que en la regulación de
materias complejas en las que es esencial una actuación positiva
de los poderes públicos, básicamente preventiva, la remisión
a normas específicas de rango inferior puede ayudar a cerrar el
tipo adaptándolo a los distintos intereses en juego y, por tanto,
redundar en una mayor certeza (Bustos, 1991, 105). Para ello se precisará,
obviamente, que la ley penal contenga los elementos fundamentales de la
tipificación, delegando únicamente a la normativa de remisión
aspectos complementarios.
En este sentido, se distingue entre la remisión
interpretativa y la remisión en bloque, que delega a la norma extrapenal
el establecimiento de uno de los elementos del tipo de injusto, técnica
legislativa que GARCIA ARAN señala como claramente vulneratoria
del principio de legalidad, por cuanto la decisión incriminadora
básica no permanece en manos del legislador penal. Esta remisión
en bloque, que esta autora define como "aquélla en la que la infracción
de la normativa administrativa se convierte en un elemento típico"
implica a su juicio sancionar penalmente la desobediencia a la norma administrativa
(García Arán, 1993, 71). En línea de argumentación
similar y ya en alusión específica a la problemática
ambiental, PRATS ha rechazado la inconstitucionalidad de la ley en blanco
salvo que el precepto penal sea completamente indeterminado, viéndose
así lesionado en su doble aspecto, legalidad y taxatividad, o que
se deje en manos de la autoridad administrativa o fuente subordinada a
la ley la posibilidad de fijar autónomamente la sanción penal
para un cierto tipo de conductas. Sí le parece acertado aceptar,
sin embargo, que la norma administrativa pueda configurarse como elemento
normativo que integra la descripción del hecho típico, siempre
que sea el propio Derecho penal el que determine el injusto típico
(Prats, 1991, 64), técnica que no duda en calificar como imprescindible
en aquellos campos en los que existe una íntima vinculación
entre prevención o sanción administrativa y Derecho penal,
considerando la protección ambiental paradigmática en este
sentido (Prats, 1995, 34).
Es en definitiva la conocida tesis de BRICOLA, para
quien la técnica de remisión sería admisible si se
circunscribe "a aquellos casos en los que la norma penal indica ya por
sí misma la esfera y contenido de desvalor que la norma pretende
imponer dejando a la fuente secundaria tan sólo la enunciación
técnica, detallada, y la puesta al día de los hechos u objetos
que presentan tal significado de desvalor". Analizando esta tesis, señala
ARROYO que aceptada la calificación de la materia penal como materia
de reserva de ley orgánica -y, por tanto, de reserva absoluta- el
problema está en determinar los límites de lo absoluto. Y
aunque admite que el resultado de toda la polémica es la volatilización
del propio concepto de reserva absoluta, con la correlativa puesta en peligro
del principio garantista, entiende que las limitaciones de dicha reserva
en ocasiones parecen sumamente razonables. Con BRICOLA, considera que el
reenvío compatible con tal reserva de ley habrá de circunscribirse
a aquellos casos en que la norma penal indica ya por sí misma la
esfera y contenido de desvalor que la norma pretende imponer, remitiendo
al reglamento sólo la enunciación técnica detallada
y la puesta al día de los hechos que presentan tal significado de
desvalor en base a criterios ya localizables en la ley penal. Ello sólo
si es necesario en la materia concreta, y no meramente conveniente, para
describir la conducta penalmente prohibida y siempre que se satisfagan
las exigencias de certeza (Arroyo, 1983, 30).
La ley penal en blanco muestra que en ocasiones
el Derecho penal no puede defender directamente determinados bienes jurídicos,
sino que ha de hacerlo a través de normas jurídicas no penales,
por lo que adquiere un carácter auxiliar y secundario -garantizador-
que debe asumir pues, de lo contrario, se convertiría, como se señalaba,
en meramente simbólico y, lo que es peor, en jurídicamente
inseguro (Sánchez-Migallón, 1986, 350). Como indica BUSTOS
no basta con expresar conceptualmente la existencia de un bien jurídico,
sino que es indispensable su configuración práctica o efectiva.
El bien jurídico es una expresión del principio material
de limitación a la intervención punitiva del Estado y, por
eso, se ha de concebir no como simple entidad conceptual, sino como entidad
enclavada realmente en el complejo entramado social; de otra manera, se
convierte como él dice en pura superchería y pretexto de
intervención punitiva del Estado (Bustos, 1991, 105).
Ello no obsta a que, en todo caso, la norma en blanco
haya de contener la descripción del núcleo o esencia de la
conducta prohibida, indicando el hecho que considera merecedor de sanción
por el desvalor que representa y limitando la norma de remisión
a una función exclusivamente técnica de enunciación
y actualización de la materia prohibida; actualización que
no se conseguiría con una desaparición de la remisión,
pues ello únicamente conduciría a una casuística en
las leyes penales prácticamente inviable respecto de materias muy
fluctuantes cuya dinámica resulta incompatible con el tiempo que
exige la actividad parlamentaria (Casabó, 1982, 259). Como indica
MORALES, la teoría del complemento indispensable de la ley permite
situar al intérprete en el ámbito material del fin de protección
de la norma y armonizar las exigencias de seguridad jurídica con
la necesidad de satisfacer la continua actualización legislativa
a la que se ven sometidas algunas materias cuyas técnicas de tutela
son tributarias de la evolución (Morales, 1993, 361).
Por otra parte, en lo que concierne al principio
de igualdad, junto a otros argumentos, se ha destacado, en primer lugar,
que en el ordenamiento jurídico-penal no ha habido nunca una total
uniformidad, destacándose como ejemplo significativo la fórmula
de la infracción de reglamentos, elemento típico tradicional
de cierta modalidad de imprudencia hoy ya desaparecida, que ha obligado
a una remisión a normativas de ámbito frecuentemente inferior
al estatal. Y, en segundo lugar, la necesidad de admitir que el propio
sistema descentralizador contenido en la Constitución española
implica que la existencia de regímenes territoriales diversos no
ha de suponer necesariamente una discriminación. Como ha reiterado
el Tribunal constitucional es la arbitariedad -esto es, la ausencia de
fundamentación de la diferencia- y no la desigualdad en sí,
la que vulnera el principio constitucional. Cabe entender por tanto, que
no infringe el principo de igualdad "el hecho de que, dadas las circunstancias
diversas que pueden concurrir en las distintas Comunidades autónomas
y que motivan una mayor o menor protección extrapenal de determinados
intereses, los ciudadanos de unas sean sancionados por conductas que no
serían delictivas en otras" (Silva, 1993, 4).
El Tribunal constitucional ha tenido oportunidad
de pronunciarse sobre estas diferentes cuestiones en diversas sentencias
que han permitido ir extrayendo diversas conclusiones respecto a su postura,
resumida por la doctrina en las siguientes afirmaciones: - en materia penal
existe una reserva absoluta de ley; - el principio de legalidad de las
infracciones es, sin embargo, compatible con la colaboración reglamentaria;
- los elementos fundamentales de la tipificación deben estar en
la ley penal; - el reglamento, en los límites que fije la ley, ha
de estar subordinado a ésta como complemento indispensable, bien
por motivos técnicos, bien para optimizar el cumplimiento de las
finalidades perseguidas por la Constitución o por la propia ley.
En tales casos no se vulneraría el principio de legalidad en sus
diferentes manifestaciones (Mestre, 1988, 512). Han de destacarse expresamente,
en relación con nuestra materia, la STc 127/1990, de 5 de julio,
repetidamente citada por la doctrina española, y, posteriormente,
la STc 62/1994, de 2 de febrero. En ambas se admite la viabilidad de la
norma penal en blanco, aceptando la constitucionalidad del art. 347 bis,
cuando el reenvío normativo es expreso y está justificado
en razón al bien jurídico protegido por la norma penal, la
ley penal contiene el núcleo esencial de la prohibición y
se satisface la exigencia de certeza o se da la suficiente concreción
y resulta salvaguardada la función de garantía del tipo.
En relación con la concreta formulación
del derogado art. 347 bis Cp, MESTRE ha señalado que el hecho de
que las normas en blanco suponen una grave distorsión de las funciones
que el Estado democrático de derecho asigna al Derecho penal resulta
evidente si se considera que la sanción penal no se dirige a reprimir
la lesión o puesta en peligro de bienes jurídicos, única
justificación material del ejercicio del ius puniendi estatal, sino
a respaldar el cumplimiento de un ordenamiento administrativo en cuyo ámbito
se encuentran otros bienes cuya protección ha considerado el legislador
de menor trascendencia. Si cada tipo penal delimita con claridad el bien
jurídico que protege y la agresión al mismo que reprime,
el hecho de que esa agresión se haya realizado con respeto o infracción
de normas administrativas tiene una relevancia secundaria, de la que no
puede depender el ejercicio de la acción protectora propia del ordenamiento
penal. Entendía que el art. 347 bis Cp era un ejemplo de ello. Que
la conducta se realice contraviniendo las leyes o reglamentos protectores
del ambiente no sólo carece de trascendencia a su juicio para definir
la agresión que el legislador considera intolerable a los bienes
jurídicos que quiere proteger con esa norma, sino que además
su inclusión en el tipo distorsiona gravemente la eficacia de la
protección penal (Mestre, 1988, 523).
Desde un punto de vista formal podría entenderse
quizás -y ello tanto en relación al art. 347 bis como al
nuevo art. 325 Cp- que estamos ante una remisión total a la legislación
y reglamentación ambiental que conculca las garantías del
principio de legalidad. Pero como de nuevo señala MORALES, en acertado
análisis, la alternativa, centrada en la construcción de
un tipo penal cerrado completo no parece posible dada la interrelación
de conceptos y técnicas de tutela en la esfera ambiental entre Derecho
penal y Derecho administrativo. Y nada cambiaría si dicha remisión
se sustituyera por la inclusión en el tipo de elementos relativos
al deber jurídico -por ejemplo, la expresión indebidamente-,
técnica en la que subyace un reenvío implícito (Morales,
1993, 360). Por ello, gran número de autores se han inclinado por
considerar adecuada la técnica del artículo, que expresa
de forma suficiente el injusto de la conducta ayudando la remisión
a precisar los contornos específicos del tipo penal, aunque se reclame
una reglamentación administrativa clara y concisa y, en todo caso,
una actuación preventiva de otras instancias.
Desde un perspectiva material, atenta al bien jurídico
protegido, subraya también MORALES cómo el debate en torno
a la ley en blanco es más complejo y obliga a entrar en la esfera
de antinormatividad sustancial del precepto. Siguiendo a este autor, resulta
imprescindible fijar criterios que permitan seleccionar cualitativamente
los elementos que proporciona la legislación ambiental extrapenal,
con el fin de precisar cuáles aportan contenidos relevantes para
completar el tipo penal, precisamente porque contribuyen a establecer la
esfera de antinormatividad penal, criterios que deben estar presentes en
la propia ley. Se trata de detectar el contenido indispensable cuya determinación
corresponde exclusivamente al Derecho penal con el fin de concretar el
desvalor de acción y de resultado que el tipo quiere expresar. La
remisión a la legislación extrapenal del antiguo art. 347
bis -su argumentación la entiendo trasladable a la interpretación
del vigente art. 325 Cp- se conecta con el desvalor de acción, dado
que el de resultado ya viene expresado en la redacción del precepto.
Y ello no implica afirmar que constituya núcleo del tipo de injusto,
sino únicamente un elemento normativo más. En el contexto
legal extrapenal, continúa MORALES, pero desde la perspectiva material
del desvalor subyacente en el tipo penal, podrá establecerse la
selección de aquellos elementos normativos que merezcan ser catalogados
como complementadores del tipo penal porque aportan algo a la esfera de
antinormatividad penal, en cuanto a la peligrosidad objetiva ex ante de
la conducta contaminante, y que, por tanto, pasan a configurar el desvalor
de acción, que posteriormente habrá de concretarse en un
desvalor de resultado efectivo o potencial, pero ya desde una perspectiva
ex post. Pero importante en todo caso es vincular la remisión normativa
al juicio de desvalor subyacente en el tipo (Morales, 1993, 361).
Como concluye este autor, la interpretación
teleológica de los preceptos penales, en atención al bien
jurídico protegido, orienta dicha interpretación de acuerdo
con el fin de protección de la norma. El bien jurídico, en
el juicio de antijuridicidad, es un prius con relación al tipo penal,
pero a su vez también es un posterius, en el sentido de que la propia
tipicidad penal en cada supuesto nos proporciona pistas sobre el ámbito
de protección que subyace en el precepto. Con relación al
art. 347 bis Cp la referencia típica al peligro que debe crear la
conducta contaminante permite establecer desde el propio tipo penal criterios
de interpretación -atentos al principio de lesividad- con el fin
de seleccionar la normativa integradora que aporta cualitativamente algo
al tipo de injusto. Por ello no toda infracción de lo dispuesto
en la legislación protectora del ambiente debe ser relevante a los
efectos de integración del tipo básico presente en la norma
penal (Morales, 1993, 367). Opinión a la que debería añadirse,
a la inversa, y como señala la STs de 30 de noviembre de 1990, que
la sumisión a la legalidad de la actuación administrativa
tiene un límite insuperable en la exigencia constitucional de respetar
el ambiente como obligación que compete a todos los poderes públicos,
lo que cuestionaría una autorización -aun con rango de ley-
de inmisiones o vertidos en límites peligrosos e inadmisibles con
arreglo a normativas internacionalmente aceptadas y de incuestionable rigor
científico.
A modo de conclusión, conforme ha expresado
reiteradamente RODRIGUEZ RAMOS, la accesoriedad del Derecho penal ambiental
respecto del Derecho administrativo, necesariamente expresada mediante
la técnica de ley en blanco, es el único recurso existente
para proteger el ambiente si se quiere hacer con certeza y seguridad jurídica
y dado su carácter prevalentemente auxiliar o indirecto. Como señalaba
la Exposición de motivos del Proyecto de reforma del Código
penal de 1992, el legislador tiene que aceptar la realidad de que las infinitas
posibilidades de dañar el ambiente, unidas a la certeza de que casi
todo lo daña en mayor o menor medida, hace imposible prescindir
de las normas administrativas que ejercen la función preventiva
en el ejercicio de cada actividad, pues esas normas delimitan el marco
de lo permitido. Similares argumentaciones se formulan respecto de otros
ordenamientos y los Tribunales constitucionales en Italia, Estados Unidos
o Alemania también han dado ya luz verde al legislador no penal
para completar la incriminación penal, en atención a la amenaza
ecológica y al permanente y complicado cambio técnico y social
que está detrás de la materia regulada. Lo que habrá
de exigirse es que los tipos penales describan expresamente las conductas
que puedan resultar delictivas, la materia de prohibición, de manera
que el postulado fundamental de taxatividad de la ley penal se satisfaga,
definiendo, con el mayor alcance posible, los requisitos de responsabildad,
aunque los detalles concretos se releguen a las leyes, decretos o actos
administrativos, a los que se haga directa o indirectamente referencia
en la disposición penal.
4. La tutela prevista en el art. 325 del Código
penal vigente.
Dentro del articulado que el Título XVI dedica
en el nuevo Código penal a la tutela del medio ambiente, el actual
art. 325 Cp, sucesor de un art. 347 bis que tipificaba lo que se denominaba
delito ecológico, acoge en su redacción la exigencia de una
contravención a las "leyes u otras disposiciones de carácter
general protectoras del medio ambiente" para sancionar la realización
de las "emisiones, vertidos, radiaciones, extracciones o excavaciones,
aterramientos, ruidos, vibraciones, inyecciones o depósitos" que
puedan perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas naturales, objeto
de prohibición penal. Encuadrado en un Título ahora ya específicamente
dedicado a los delitos contra el medio ambiente -además de a los
delitos contra el patrimonio histórico y la ordenación del
territorio-, el art. 325 Cp se independiza de los preceptos que protegen
la salud pública, lo que reafirma su carácter sustantivo,
ampliando, en relación con el antiguo art. 347 bis, tanto el objeto
material susceptible de protección como el núcleo de la acción
típica. Recoge, sin embargo, tanto su contenido básico como,
en lo que ahora nos interesa, su estructura o configuración típica
(López-Cerón, 1996, 593). El nuevo texto de 1995 varía,
no obstante, la redacción del Código derogado que aludía
únicamente a la contravención de leyes o reglamentos protectores
del ambiente, dando cabida, ahora ya explícitamente, a disposiciones
tanto de rango inferior como de rango superior (Pérez de Gregorio,
1996, 2), lo que remite a la normativa comunitaria.
Estamos ante una ley en blanco en sentido estricto,
si bien el papel que puede cumplir la normativa ambiental al complementar
la ley penal es exclusivamente técnico, como instrumento de enunciación
y actualización de los hechos que la norma penal considera merecedores
de sanción por el desvalor que conllevan. De lo contrario, como
ya se ha indicado, se podría confiar al poder ejecutivo una labor
auténticamente delimitadora del tipo penal. De ahí que no
baste con infringir las leyes u otras disposiciones protectoras del ambiente,
sino que sea necesario además una situación de peligro, comprobada
en la instancia penal. De este modo la normativa administrativa no establece
el objeto de la prohibición, sino que fija únicamente el
ilícito administrativo al que añadir el plus que lo transforma
en ilícito penal (Mateos, 1992, 261).
La exigencia de esta contravención determina
una accesoriedad administrativa que obliga a entrar en contacto con la
regulación administrativa de cada sector (De la Cuesta Arzamendi,
1994, 190). Una de las cuestiones sobre las que se ha debatido en torno
a la interpretación de esta exigencia del texto legal, motivada
por la ausencia de la Ley general del ambiente que reclama reiteradamente
la doctrina, es la de determinar a qué normativa ha de hacer referencia
la contravención como presupuesto típico del delito. El Código,
al precisar que las emisiones, vertidos, etc., han de ser realizados en
la atmósfera, el suelo, el subsuelo o las aguas, circunscribe el
ámbito de las disposiciones extrapenales a tener en cuenta. No obstante,
la movilidad en esta esfera administrativa es tan importante que resulta
difícil concretar los preceptos cuya infracción es imprescindible
para que nazca la responsabilidad penal de concurrir el resto de requisitos
del tipo.
Un sector de la doctrina entiende que, por razones
de certeza, la contravención se refiere a la de la normativa que
tiene como finalidad específica la protección del ambiente,
careciendo de relevancia penal las infracciones administrativas de normas
que aun incidiendo en el ambiente tengan una finalidad distinta. Sin embargo,
parece más correcto atender al bien jurídico penalmente protegido
y considerar que la conducta contravencional que lo lesione o ponga en
peligro integra la definición del art. 325 Cp, con independencia
de cuál sea la rúbrica en que se encuadre el precepto infringido
(Terradillos, 1992, 91). Con la redacción del nuevo texto también
algún autor plantea la duda de si la alusión al "carácter
general" de la normativa infringida se utiliza como oposición a
autonómico. Más bien parece, sin embargo, que únicamente
se quiere aludir a disposiciones generales y no específicas de un
medio o sector ambiental concreto.
En esa normativa, por otra parte, es frecuente que
se aluda a la necesidad de obtener una licencia o autorización administrativa
como requisito de inicio de actividad, de funcionamiento, etc., con lo
que la contravención podrá residir, y eso será lo
más frecuente, en la ausencia de su solicitud o en el incumplimiento
de los requisitos con que se conceda el permiso (Misol, 1990, 588), de
modo tal que se identifique actuación contra la normativa ambiental
con actuación contra la obligación de actuación amparada
en la existencia de una autorización de la autoridad administrativa,
con la problemática que se deriva de ello (De la Mata, 1996, 119
ss.).
En cuanto a la naturaleza jurídica de la
contravención, ésta, acertadamente, se considera por la doctrina
dominante elemento normativo del tipo y núcleo esencial del injusto.
La remisión no es ni una condición objetiva de perseguibilidad
ni un elemento normativo formal o accidental, sino que es necesaria para
descubrir las condiciones y los volúmenes de las emisiones o vertidos
que se quieren prohibir e integrar así la materia de prohibición
(De la Cuesta Arzamendi, 1994, 181). Por otra parte, y frente a la tesis
que considera este tipo de referencia como un elemento del deber jurídico
a ubicar en la antijuricidad, acertadamente señala RODAS que la
contravención -él alude al art. 347 bis Cp- es elemento necesario
en la descripción típica al delimitar en la prohibición
el riesgo permitido dentro del que podrán llevarse a cabo actividades
peligrosas para el ambiente sin que se deriven consecuencias penales y
es, por tanto, determinante de la conducta típica (Rodas, 1994,
212). La importancia práctica de la discusión repercutirá
en cuanto atañe al dolo o a la clase error que pueda sufrirse, pues
los elementos del deber jurídico, si no cumplen una función
descriptiva del hecho, no tendrían que ser abarcados por el dolo
del autor (Manzanares, 1994, 11).
Por último, puede ser cuestionable que sólo
se considere típico un ataque grave, inminente y sustancial contra
alguno de los elementos del medio ambiente cuando concurre una conducta
contravencional, teniendo en cuenta que el orden administrativo puede no
haber previsto dicha conducta (Polaino, 1993, 877), pero de lege lata,
y además correctamente desde el prisma de la accesoriedad, la norma
exige dicha infracción, que obliga a aceptar la atipicidad de la
conducta, en relación con el art. 325 Cp, cuando el ilícito
administrativo no se produzca, sin que ello implique necesariamente establecer
valoración alguna sobre el carácter del bien tutelado, que
debe serguir considerándose sustantivo y vinculado a la protección
directa del ambiente.
III. LA INCIDENCIA DE LA NORMATIVA COMUNITARIA
EN LA PROTECCION PENAL DEL AMBIENTE.
En este contexto, y con la asunción por parte
del legislador penal español de la técnica de la ley penal
en blanco para tutelar el ambiente, acudiendo además a una descripción
típica en la que la remisión se establece de un modo abierto,
exigiendo únicamente la contravención de "disposiciones protectoras
del medio ambiente", la normativa comunitaria va a incidir en la tutela
penal prevista mediante la complementación del art. 325 -o, en su
caso, de los arts. 328, 330 y 332 a 336 Cp-. Es lo que ocurre, en general,
con todas las materias que entran en el poder normativo de los órganos
de las Unión, como el medio ambiente, y su protección penal
se articula mediante técnicas que destacan la accesoriedad de dicha
protección (Mateos, 1995, 959), supuesto frecuente en el ámbito
del Derecho penal económico en sentido amplio.
Por otra parte, la adhesión de España
a las Comunidades ha supuesto una reactivación de acciones internacionales
para la protección del medio ambiente. Es cierto que la problemática
ambiental, como señala RODRIGUEZ RAMOS, no interesó a la
Comunidad en un primer momento de modo directo, sino en cuanto repercutía
en la libre competencia en el mercado de mercancías y servicios,
al tener que imputar los gastos que generaba la protección del ambiente
(filtros, depuradoras, cambio de combustible, etc.) bien al costo del producto
y a su precio final -al consumidor, en definitiva- bien a los poderes públicos
que costeaban tales gastos; con esta opción, como indica este autor,
se planteaba la existencia de subvenciones que, de llegar a abaratar los
precios más allá de los correspondientes a los de quienes
los imputaban al costo de los mismos, incidían en esa libre competencia
(Rodríguez Ramos, 1987, 50).
Pero la hoy Unión europea ha ido superando
a través de los diferentes Programas desarrollados desde el 22 de
noviembre de 1973 las lagunas existentes en los Tratados fundacionales,
proceso que se inicia con la Reunión de París de 1972, donde
se establece como filosofía que el desarrollo económico no
es un fin en sí, sino un instrumento para mejorar la calidad y el
nivel de vida, y que culmina con la declaración de la política
medioambiental como "un componente de las demás políticas
de la Comunidad" en el Acta Unica Europea; ésta, firmada en Luxemburgo
el 17 de febrero de 1986 (instrumento de ratificación de 9 de diciembre
de 1986, BOE de 3 de julio de 1987), permitió la adición
al Tratado constitutivo de la CE del hoy Titulo XVI, bajo la rúbrica
Medio Ambiente, cuyos arts. 130 R a 130 T establecen como política
de la Comunidad "la conservación, protección y mejora de
la calidad del medio ambiente; la protección de la salud de las
personas; la utilización prudente y racional de los recursos naturales;
el fomento de medidas a escala internacional destinadas a hacer frente
a los problemas regionales o mundiales del medio ambiente".
En estos artículos, además, se alude
a una labor de armonización, que llevada a cabo por el instrumento
tradicional de actuación comunitaria en este campo, la directiva,
será la vía de incidencia positiva en las legislaciones estatales.
Significativa fue en su momento la Ley 47/1985, de 27 de diciembre, de
Bases de delegación al Gobierno para la aplicación del Derecho
de las Comunidades europeas, donde aparece un primer inventario de normas
internas a reformar y de normas comunitarias a trasponer. En el caso concreto
de la legislación española esa incidencia positiva tiene
lugar, como se ha señalado, a través de la integración
de la normativa en blanco en que se plasma la tutela penal. A este respecto,
no ha de recurrirse a la técnica de la asimilación, como
ha ocurrido con el art. 209 A del Tratado constitutivo de la CE para la
protección de los intereses financieros de la Comunidad, pues el
medio ambiente es un interés ya tutelado por los Estados miembros,
sin necesidad de que lo imponga la Unión y aun cuando ésta
hoy en día lo asuma como interés compartido. Sí existen
supuestos en que determinados reglamentos, por vía análoga
a la de la asimilación, tratan de garantizar una tutela ambiental
suficientemente eficaz. Así, por ejemplo, el Reglamento del Consejo
nº 3626/82 de 3 de diciembre sobre la aplicación por la CE
del Convenio de Washington relativo al Comercio internacional de especies
de fauna y flora en peligro, que, sin establecer sanciones, obliga a los
miembros a adoptar las disposiciones legales pertinentes para sancionar
las infracciones en él contempladas (Vercher, 1994, 239). Pero,
insisto, se trata de un interés compartido, suficientemente tutelado,
al menos en la actualidad, en el ordenamiento penal español que,
en su caso, lo que puede requerir son medidas armonizadoras.
Es cierto, no obstante, y como señala MATEOS,
que si se tutela el ambiente de acuerdo con la regulación comunitaria
que se establece en reglamentos y directivas, y al no poder indicar estos
instrumentos el carácter de la sanción con que debe conminarse
la infracción a lo dispuesto en ellos, la solución del Derecho
interno no es del todo satisfactoria en cuanto no se logra una uniformidad
plena respecto a las previsiones adoptadas en cada ordenamiento, máxime
cuando la tutela penal del ambiente tiene un carácter auxiliar que
conlleva una importante actuación del Derecho administrativo. Como
este autor subraya, piénsese en lo que los diferentes ordenamientos
internos pueden diferir a la hora de valorar si determinadas normativas
comunitarias que fijen valores límite de emisión de una sustancia
merecen el auxilio coercitivo de la ley penal o basta con sanciones de
otro tipo (Mateos, 1992, 69). Con todo, estamos ante la técnica
más respetuosa con el principio de legalidad y, sin duda, con la
más factible en la tutela de un ámbito en el, como digo,
tan estrechas se presentan las relaciones entre Derecho penal y Derecho
administrativo.
Como antes se indicaba, la redacción dada
al art. 325 por el Código penal permite ahora dar entrada como norma
de complemento a "cualquier disposición de carácter general
protectora del ambiente"; claramente tendrán esa función
las directivas y reglamentos de la Unión europea, en un caso mediante
su trasposición a la normativa interna en el desarrollo ejecutivo
que se prevea y, en otro, mediante su efectividad y aplicabilidad directas.
A ello no puede oponerse reparos, desde la idea de legalidad, dado, como
suele señalarse, que la adhesión española a los Tratados
constitutivos se produjo al amparo de un precepto constitucional (Colás,
1992, 223). Expresamente, por ejemplo, y por citar una sentencia significativa,
la STs de 26 de septiembre de 1994, en sus Fundamentos Cuarto y Quinto
sanciona al procesado que actuó "desconociendo la normativa administrativa
aplicable al tipo enjuiciado: el artículo 9 de la Directiva Comunitaria
78/319 CEE de 20 de marzo de 1978 sobre Residuos Tóxicos y Peligrosos,
de aplicación directa en España con arreglo al art. 189 del
Tratado de Roma [...] así como los artículos 3.1º y
7.2º de la Directiva Comunitaria 76/464 CEE de 4 de mayo de 1976,
relativa a la contaminación por determinadas sustancias tóxicas
vertidas en el medio acuático de la CEE". Sin perjuicio de que posteriormente
podamos entender la afirmación del Tribunal sobre la aplicación
directa de la citada normativa, ha de volverse a reiterar que el Derecho
comunitario tiene una clara prevalencia, como antes se indicaba, en base
al principio de primacía, y ello sin perjuicio de que los Estados
sean competentes para el mantenimiento y adopción de medidas de
mayor protección (art. 130 T del Tratado constitutivo de la CE),
conforme a la idea de armonizar sobre el mínimo posible.
En base a ello, y ciertamente no será lo
frecuente, en cuanto al efecto negativo de la normativa comunitaria a que
se aludía al inicio de la exposición, éste impedirá
aplicar el precepto penal, pero no, como ocurre con carácter general,
cuando se oponga a un principio derivado de dicha normativa, sino -y al
utilizarse la técnica de la ley en blanco- cuando dicho precepto
aparezca integrado por un instrumento comunitario dotado de efecto directo,
que prima sobre la regulación interna extra-penal y que, en consecuencia,
posterga ésta en la complementación de aquél si ambas
sean contradictorias y de imposible compatibilidad. Hay que entender, por
supuesto, que si la norma comunitaria es menos permisiva que la normativa
interna el precepto penal no dejará de aplicarse, en tanto que si
es más permisivo si obligará a prescindir de él. En
este sentido, la técnica de la ley penal en blanco permite una incidencia
positiva y negativa de la normativa comunitaria, al mismo tiempo.
No plantea mayores problemas la aceptación
de la directiva traspuesta como elemento de integración, en cuanto
se incorpora al ordenamiento estatal en la normativa extra-penal interna
que sirve de complemento al precepto penal. En cuanto a la integración
del precepto penal mediante un reglamento comunitario -poco frecuente,
al ser instrumento destinado a cuestiones administrativas y financieras-,
que no requiere trasposición interna, nada hay que objetar tampoco
a que en base a él se agrave o determine, cumplidos el resto de
requisitos típicos del art. 325 Cp, la responsabilidad penal de
un emitente particular. Frente a la argumentación de que ello pueda
quebrar el principio de legalidad al tratarse de una norma no emanada del
poder legislativo estatal, ha de oponerse el hecho de que el reglamento
comunitario, como la normativa interna extra-penal complementan únicamente
un precepto respecto del cual el Tribunal constitucional ya se ha pronunciado
aceptando la técnica empleada por el legislador. Otra cuestión
sería que la ley penal no contuviera el núcleo esencial de
la prohibición penal y el reglamento comunitario, o no comunitario,
se extendiera más allá del complemento indispensable.
El problema se plantea cuando una directiva no se
trasponga o se haga parcial o incorrectamente y se carezca, por tanto,
de la legislación interna que debería haberla incorporado.
En principio, y como antes se señalaba, su posible aplicación
exigiría que tuviera efecto directo, lo que en el campo ambiental,
y a tenor de los requisitos de claridad, certeza y plenitud reclamados
para ello, supone analizar individualmente cada directiva, aun cuando con
carácter general algún autor haya establecido que producirán
tal efecto las que fijan valores límites, valores máximos
o concentraciones máximas de sustancias en un medio ambiental o
en otra sustancia o producto, las que prohiben determinadas actividades
o la utilización de determinados productos y las que establecen
que las personas o grupos de población afectados deben ser informados
u oídos (Vercher, 1989, 775, citando a Krämer). Sería
necesario, además, que hubiera transcurrido el plazo otorgado al
Estado para la trasposición. Y, con todo, como señala MATEOS,
la concurrencia de estos requisitos no es suficiente en Derecho penal,
por la naturaleza sancionadora de éste y por la imposibilidad de
reconocer dicho efecto directo en sentido horizontal (Mateos, 1995, 959)
o, con otra terminología -y en aquello a lo que él se refiere-,
en sentido vertical inverso.
En principio, la doctrina es unánime al aceptar
que la directiva no traspuesta deberá aplicarse en sustitución
de la normativa interna cuya violación sirva de base para imponer
una sanción penal si de dicha aplicación se deriva la irresponsabilidad
penal del sujeto que, de acuerdo con la normativa interna aun no modificada
por el Estado miembro, debería ser sancionado penalmente. Es la
postura que adopta el Tribunal de Justicia de la CE con la sentencia citada
sobre el asunto "Ratti": "después del vencimiento del plazo establecido
para la actuación de una directiva, los Estados miembros no pueden
aplicar la propia normativa nacional no adecuada todavía a esta
última -ni aun cuando vengan establecidas sanciones penales- a quien
se haya adecuado a las disposiciones de la directiva" (Mateos, 1995, 960).
El problema se plantea, no obstante, en base a que la normativa comunitaria
sí permite que los Estados miembros prevean medidas de mayor protección
que las que se adopten en base al art. 130 S del Tratado constitutivo de
la CE (art. 130 T). Ahora bien, como el propio art. 130 T señala,
ello sólo será posible cuando sean compatibles con el Tratado.
En este sentido, el Estado habría de proceder a la incorporación
de la directiva de que se trate, en su caso, compatibilizando ésta
con un mayor desarrollo ejecutivo o incluso, incrementando desde los mínimos
previstos comunitariamente, los baremos de exigencia de responsabilidad
penal. Pero lo que no podrá el Estado es, prescindiendo de una directiva
comunitaria menos exigente -supuesto ciertamente poco probable-, aplicar
la normativa interna.
Sin embargo, en el caso de que la directiva comunitaria
no traspuesta restrinja la libertad del individuo, al ser más exigente
que la normativa estatal existente, es mayoritaria la doctrina que entiende,
a mi juicio acertadamente, que dicha directiva no puede fundamentar o agravar
la responsabilidad penal. Será frecuente, como señala MATEOS,
que las disposiciones comunitarias, por ejemplo, reduzcan los niveles de
emisión permitidos de determinadas sustancias a la atmósfera
o de vertidos a las aguas marítimas o terrestres. En estos casos
no cabe que la directiva no actuada integre el precepto penal en perjuicio
del particular que, de acuerdo con la normativa estatal no modificada,
no podría ser sancionado penalmente (Mateos, 1995, 961; también,
entre otros, Mestre, 1989, 583; Nieto 1996, 261; o Rodríguez Ramos,
1987, 47).
Decisiva a este respecto fue la sentencia recaída
en el asunto ya reseñado "Pretore di Salò". En ella se resuelve
una cuestión prejudicial planteada en un procedimiento penal relativo
a la muerte masiva de peces en el río Chiese por contaminación
de las aguas, negando efecto horizontal a la Directiva 78/659 -referente
a la calidad de las aguas continentales que requieren protección
o mejora para ser aptas para la vida de los peces- no incorporada al ordenamiento
interno italiano y descartando que de ella puedan derivarse obligaciones
a cargo de los particulares, argumento en el que, como también antes
se apuntaba, insiste desde otra vertiente la sentencia sobre el asunto
"Kolpinghuis Nijmegen", al negar que el denominado efecto interpretativo
de las directivas, o efecto indirecto, pueda dar lugar a una interpretación
contraria a las leyes estatales. Esto es, de las directivas dotadas de
efecto directo se derivan obligaciones para los Estados miembros pero no
para los particulares.
En relación con esta sentencia, que explicita
el sentido del efecto indirecto de las directivas, es cierto que admite
la posibilidad de interpretar las leyes estatales en función de
una directiva no actuada, pero sin que ello implique admitir una interpretación
contraria a las leyes estatales o, como varios autores han señalado,
contraria al principio de legalidad -seguridad jurídica y no retroactividad-.
El propio Tribunal señala que debe excluirse "la posibilidad de
que la directiva no actuada pueda comportar una modificación en
sentido desfavorable para el individuo de la interpretación de preexistentes
disposiciones incriminadoras". VERCHER, en base a la jurisprudencia sentada
en esta sentencia y en la recaída en el asunto "Marleasing", entiende
que el Tribunal estatal debe interpretar el ordenamiento interno a la luz
de la letra y la finalidad de las Directivas no actuadas, incluso entre
particulares, considerando que estas sentencias de "manera sibilina" permiten
el efecto directo horizontal. Y ello no significa, a su juicio, que la
responsabilidad en que un sujeto pueda incurrir a tenor de dicha interpretación
venga determinada o agravada por la directiva, pues es la norma principal
-el art. 325 Cp- la que directamente establece esa responsabilidad (Vercher,
1994, 236 ss., y 1995, 1 ss.).
Efectivamente puede ocurrir que si se interpreta
un determinado tipo penal de acuerdo con la directiva no traspuesta -esté
o no dotada de efecto directo vertical en sentido propio; por ejemplo,
cuando no sea suficientemente clara o cuando permita al legislador interno
un margen de desarrollo- una conducta que sería atípica conforme
a la normativa interna vigente resulte punible. Pero, en mi opinión,
una cuestión es que la normativa interna pueda y deba ser interpretada
a la luz de la normativa comunitaria -incluyendo las directivas no actuadas-,
incluso en las relaciones entre particulares, aceptando el efecto horizontal
de tales directivas, y otra muy distinta, que choca con el respeto inquebrantable
al principio de legalidad que ha de imperar en la aplicación del
Derecho penal, que quepa determinar la responsabilidad penal mediante un
instrumento que no forma parte de la normativa interna que concreta el
ámbito de dicha responsabilidad y en una interpretación analógica
contraria al reo y no meramente complementadora o conforme con el ámbito,
sentido y fin de protección del precepto, tal y como aparece configurado
con la normativa vigente. Del art. 5 del Tratado de la CE, que es el que
justifica la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, no puede deducirse
dicha posibilidad. El efecto directo de la normativa comunitaria sí
es definitivo para aplicar el ordenamiento penal, pero no lo es el efecto
indirecto, que únicamente permitirá la consideración
por el juzgador, sin consecuencias criminalizadoras, de los instrumentos
sin eficacia directa.
En definitiva, lo que debe tenerse en cuenta para
interpretar el Derecho interno es la directiva sin efecto directo, si de
sus disposiciones puede derivarse la impunidad de la conducta realizada
por el procesado, y eso es lo que admiten la sentencias del Tribunal de
Justicia citadas, así como, en general, la interpretación
global del Derecho comunitario, cuando una directiva haya sido incorrectamente
ejecutada o no haya transcurrido todavía el plazo para su adaptación,
siempre, también, que ello pueda motivar la atipicidad de la conducta
enjuiciada (Nieto, 1995, 147 ss.).
Por último, hay que señalar que con
las ventajas e inconvenientes que genera la técnica de la ley en
blanco y aun incuestionada su constitucionalidad desde la idea del "complemento
indispensable", una normativa comunitaria que no aparezca incorporada al
ordenamiento interno de un modo absolutamente acorde con el principio de
certeza y determinación abre sin duda la puerta a la figura del
error, ya de por sí de frecuente alegación en cuantas materias
se tutelan a partir del reconocimiento de su accesoriedad para con el Derecho
administrativo. De ahí que siendo hoy suficientmente enérgica
la tutela que el Código penal español ofrece para garantizar
una utilización adecuada de los recursos ambientales, la eficacia
de dicha tutela pasa por la correcta regulación administrativa de
los diferentes sectores ambientales, adecuando la normativa estatal a las
obligaciones comunitarias y garantizando, en todo caso, la correcta actuación
de las autoridades administrativas en la aplicación de dichas obligaciones
y en el control preventivo de posibles atentados a un ambiente que, con
todo, en la actualidad entiendo merece y necesita la intervención
del Derecho penal.
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DERECHO COMUNITARIO Y DERECHO ESTATAL EN
LA TUTELA PENAL DEL AMBIENTE
Norberto De La Mata Barranco
RESUMEN: A pesar de que las Comunidades Europeas no tienen competencia alguna en materia penal sobre sus Estados miembros, sí que tienen una gran influencia en la formación de la regulación positiva debido a la existencia de bienes jurídicos comunitarios cuya protección es necesaria, bien por asimilación (reenvío al ordenamiento interno) bien por armonización de la legislación. Por otra parte, es creciente la convicción de que las actuaciones contaminantes han de reprocharse penalmente, partiendo, eso sí, de la normativa administrativa sobre el tema, aunque no mediante una acción totalmente subordinada a ella sino accesoria a la misma. Uniendo ambos temas, y considerando el art. 325 CP como una norma en blanco, las directivas comunitarias juegan un importante papel a la hora de configurar el delito ecológico.
PALABRAS CLAVES: Comunidades Europeas, delito ecológico, asimilación, reenvío, armonización, normativa administrativa, norma en blanco, directiva, reglamento, Tratados Comunitarios.
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7
de agosto de 2000.
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