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ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE LA RESPONSABILIDAD PENAL DE LOS MENORES, A RAIZ DE LA LEY 5/2000, DE 12 DE ENERO (*) |
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Concepción Carmona Salgado Catedrática de Derecho Penal. Universidad de Granada |
I.- LA EXIMENTE DE MINORÍA DE EDAD PENAL TRAS LA ENTRADA EN VIGOR DE LA L.O. 5/2000, DE 12 DE ENERO
II.- FUNDAMENTO DE DICHA EXIMENTE
I.-
LA EXIMENTE DE MINORÍA DE EDAD PENAL TRAS LA ENTRADA EN VIGOR DE LA L.O.
5/2000, DE 12 DE ENERO
La ubicación de los arts. 19 y 20 dentro del Capítulo II del Título I,
Libro I del nuevo CP, relativo a las causas que eximen de la responsabilidad
criminal, planteó ya en su momento una primera cuestión de orden sistemático,
procedente de la disociación de ambos preceptos llevada cabo por el citado Capítulo
al relacionar las diversas causas que pueden eximir de dicha responsabilidad. De
hecho, es el segundo de ellos el que realmente enuncia en los siete números que
lo integran las que el Código de 1995 vino a considerar circunstancias
eximentes, que se corresponden --incluyendo bastantes variantes, no obstante--
con las que de forma tradicional venía regulando bajo la anterior normativa el
art. 8 del derogado texto punitivo, de tal modo que puede claramente observarse
que el supuesto de exención comprendido en el primero de dichos preceptos, es
decir, en el art. 19 del vigente CP, relativo a los menores de edad penal, queda
excluido de la referida declaración general del actual art. 20, si bien, y
pese a permanecer extramuros del mismo, aparezca sistemáticamente ubicado
dentro del mencionado Capítulo II cuya rúbrica abarca globalmente todas
aquellas causas.
La cuestión, pese a ser a primera vista de índole puramente formal o
sistemática, como acabo de señalar, no deja por ello de tener verdadera
trascendencia material en cuanto pone de manifiesto un evidente cambio de
ideología legislativa en esta materia, que choca abiertamente con la que
inspiraba la antigua regulación contenida en el derogado art. 8, también
encabezado, como el nuevo art. 20, por la declaración general "están
exentos de responsabilidad criminal", aunque incluyendo de forma expresa en
su circunstancia 2ª, es decir, dentro de su propio ámbito normativo, al
"menor de dieciséis años", quien, no habiendo cumplido esa edad, de
ejecutar "un hecho penado por la ley", debía ser "confiado a los
Tribunales Tutelares de Menores". Por el contrario, su correlativo art. 19
CP se limita a declarar que los "menores de dieciocho años no serán
responsables criminalmente con arreglo a este Código", admitiendo, no
obstante, que puedan serlo "con arreglo a lo dispuesto en la ley que regule
la responsabilidad penal del menor", siempre que cometan algún hecho
delictivo. En otras palabras, el vigente texto punitivo no considera
inimputables, en todo caso, a los sujetos que no hayan alcanzado dicha edad, por
lo que no puede declararlos irresponsables criminales en términos generales y
absolutos, dejando de este modo la puerta abierta a una eventual declaración de
su responsabilidad penal, de conformidad con lo que establezca la citada Ley, la
cual, como es sabido, tras un largo proceso de elaboración y tramitación
parlamentaria, fue definitivamente aprobada, dando lugar a la Ley Orgánica
5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores (a
partir de ahora, L.O. 5/2000), que ha sido parcialmente modificada por otra Ley
ulterior, la L.O. 7/2000, de 22 de diciembre, en relación a los delitos de
terrorismo; Ley a la que me referiré en un momento posterior de este trabajo.
En cualquier caso, tal y como señala la Disposición final séptima de
dicha Ley, ésta no entraría en vigor hasta pasado un año de su publicación
en el BOE, lo que determinaba que también en esa fecha lo harían los arts. 19
y 69 del nuevo CP, por lo que debía entenderse que tanto la declaración de
irresponsabilidad criminal, que con arreglo al mismo proclamaba el primero de
dichos preceptos respecto de los menores de dieciocho años, como la que
recogiera el segundo de ellos, concerniente a los jóvenes comprendidos en la
franja de edad de los dieciocho a los veintiuno, mantenían en nuestro sistema
jurídico-penal vigente su carácter provisional e interino, como venía
ocurriendo hasta ahora desde que entrara en vigor el Código de 1995.
En este orden de cosas, y como dato interesante para un mejor
conocimiento y comprensión del contenido de la L.O. 5/2000, creo que sería útil
hacer una somera incursión, por breve que sea, en los diversos borradores que
la precedieron, redactados unos bajo el mandato del Gobierno Socialista y
elaborados otros por el Gobierno Popular (1). Así, puede afirmarse que los
primeros, en general, y, muy en particular, el texto del Anteproyecto de Ley Orgánica
Penal Juvenil y del Menor de 1995, respondían a una idea sancionadora
propiamente penal, de acuerdo con la declaración contenida en el art. 19 del
nuevo Código, motivo por el que la propia Memoria Explicativa de dicho
Anteproyecto aclarara que la denominada por él pena juvenil formaba parte del
catálogo de sanciones o consecuencias jurídicas aplicables al menor infractor,
junto a las medidas disciplinarias y a las educativas, en congruencia con las
que, paralelamente, se recogían en el texto punitivo; pena cuya duración
oscilaba entre los seis meses y los cinco años, pudiendo llegar, incluso, a
alcanzar los diez años de extensión en casos de extrema gravedad del delito
cometido. Y aunque no es ahora el momento de entrar a valorar la naturaleza de
semejante sanción, lo cierto es, como ya he manifestado críticamente en alguna
otra ocasión (2), que resultaba excesiva e inapropiada.
En una línea ideológica muy parecida a la del citado Anteproyecto,
aunque algo mitigada su finalidad sancionadora penal, pues, al menos, ya no
incluía en su texto la referida pena juvenil como la consecuencia jurídica más
grave que podía sufrir esta clase de delincuentes, el Grupo Socialista volvió
a presentar con posterioridad al Congreso de los Diputados una Proposición de
Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal del Menor (BOCG, Congreso
de lo Diputados, 29 de noviembre de 1996), cuyo título casaba perfectamente con
la letra del mandato recogido en el art. 19 del Código de 1995, para entonces
ya entrado en vigor.
Estando así las cosas, y transcurridos ocho meses, el Ministerio de
Justicia del Gobierno Popular elaboró un nuevo borrador, de fecha 1 de julio de
1997, relativo a un Anteproyecto de Ley Orgánica Reguladora de la Justicia
Menores, que no sólo cambió formalmente la denominación de dicha Ley, sino
que pretendió dotarla de un contenido y finalidad distintos de los que
conformaban los textos redactados bajo el mandato del Gobierno Socialista,
anteriormente citados. Este Anteproyecto volvió a retomar la que debió ser su
denominación de origen, al menos en concordancia con la letra del artículo 19
CP, publicándose así el día 3 de noviembre de 1998 en el BOCG el entonces
rubricado Proyecto de Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal de
los Menores, respecto del que se estableció, por acuerdo de la Mesa de la Cámara,
un plazo de enmiendas por periodo de quince días hábiles.
Puede decirse que desde un punto de vista formal la L.O. 5/2000 se aleja,
en cierto modo, de la naturaleza sancionadora-educativa -y no estrictamente
penal-, propia de la responsabilidad de los menores, que caracterizaba a los
textos legales previamente elaborados, si bien desde una perspectiva material
cabe afirmar que, pese a referirse a la "responsabilidad penal" de los
mismos, ni el contenido de ésta ni el procedimiento seguido para exigirla
coinciden con los previstos por la legislación ordinaria, penal y procedimental,
aplicable a los delincuentes adultos.
Tras esta breve incursión prelegislativa, y partiendo de la premisa de
la gran similitud y notorias coincidencias existentes entre la normativa
recogida en el último Proyecto citado y la regulación contenida en dicha Ley
-aunque, no obstante, se observan algunas discrepancias entre ambas--, debe
resaltarse que su propia Exposición de Motivos ya se hacía eco de la necesidad
de rectificar y completar el criterio a que responde el art. 19 CP asentando dos
cuestiones previas, basadas en principios científicos modernos y en la
experiencia obtenida como consecuencia de la aplicación de la antigua L.O.
4/1992. La primera de ellas, consistente en declarar que se trata de una Ley de
naturaleza materialmente sancionadora, aunque formalmente penal, a pesar de lo
afirmado por el referido precepto del nuevo texto punitivo, que nace para dar
respuesta social adecuada al problema que suscitan los jóvenes infractores. La
segunda cuestión conecta con la convicción de que los delitos cometidos por niños
menores de catorce años son, en general, irrelevantes, a excepción de los
escasos supuestos que pueden producir alarma social, a los que bastaría dar una
respuesta igualmente adecuada en el propio ámbito educativo y famliar, sin
necesidad de que intervenga el aparato sancionador del Estado. Precísamente,
una de las novedades que esta Ley trae consigo frente al texto del Proyecto es
la relativa a la elevación en un año --dos respecto a la antigua Ley de 11 de
junio de 1948-- del límite mínimo de la minoría de edad penal; dato éste al
que tendré enseguida ocasión de referirme.
No obstante, y antes de adentrarme en ello, debo también precisar que,
siguiendo esa misma línea de pensamiento, la L.O. 5/2000 incorpora a su redacción
criterios orientadores, extraídos de la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional, en torno a las garantías y respeto de los derechos
fundamentales que deben presidir el procedimiento seguido ante los Juzgados de
Menores, encaminado a adoptar medidas no esencialmente represivas,
sino básicamente educativas, que tiendan hacia la efectiva reinserción
y el interés preponderante del menor, utilizando al efecto elementos
primordialmente procedentes de la esfera de otras Ciencias no jurídicas, cuales
son la Sociología o la Psicología.
Como es sabido, la nueva Ley ha elevado a catorce años el límite mínimo
de la minoría de edad penal, límite hasta ahora cifrado en los doce por la
anterior legislación existente sobre la materia, lo que significa que los
menores infractores que no hayan alcanzado este tope biológico en el momento de
delinquir pasarán automáticamente a disposición gubernativa, ya que, según
declara su art. 3, a éstos "no se les exigirá responsabilidad con arreglo
a la presente Ley", sino que se les "aplicará lo dispuesto en las
normas sobre protección de menores previstas en el Código Civil y demás
disposiciones vigentes", a cuyos efectos el Ministerio Fiscal remitirá a
la entidad pública encargada de protegerlos "testimonio de los
particulares que considere precisos" respecto de los mismos, "a fin de
valorar su situación", debiendo promover dicha entidad las medidas de
protección adecuadas a sus circunstancias, conforme a lo dispuesto en la L.O.
1/1996, de 15 de enero.
Sin embargo debe advertirse que, pese a contar dicho criterio legal con
un apoyo mayoritario --y no me refiero ahora, en concreto, al apoyo
parlamentario, que ha quedado bien patente--, principalmente representado por un
amplio sector de la doctrina especializada, tampoco puede afirmarse con
rotundidad que se trate de una cuestión compartida de forma unánime, ya que
existen opiniones discrepantes que consideran desacertado y poco realista por
parte del legislador elevar el límite mínimo de la minoría de edad a los
catorce años, resultando, en cambio, más adecuado el tope de los doce,
tradicionalmente utilizado bajo la anterior normativa; eso sí,
siempre y cuando el fiscal goce de amplias facultades para no incoar
expediente a los menores comprendidos en esa franja de edad, lo que sucederá en
la mayoría de los casos, aún sin olvidar que tales niños, aunque de forma
excepcional, también cometen a veces infracciones muy graves (v. gr.,
homicidios o violaciones) (3).
Es probable que habiendo elevado el nuevo Código en dos años el límite
superior de la minoría de edad, por razones de proporcionalidad, haya querido
hacer ulteriormente lo propio la L.O. 5/2000 en cuanto al límite mínimo. A
este respecto debe señalarse que desde una perspectiva eminentemente sociológica
suele hoy entenderse que en las
sociedades industrializadas la etapa de la adolescencia se ha prolongado, lo que
se acredita en base a la ampliación de los periodos de formación escolar
obligatoria y profesional, que en la mayoría de los países europeos, y entre
ellos España, se viene elevando hasta los dieciséis años. A este dato cabe añadir
otro más, aportado por la Psicología del aprendizaje, que hace depender el
desarrollo del adolescente del incremento de su edad y, primordialmente, de los
procesos de aprendizaje mismo.
Por mi parte entiendo que ambos datos, el sociológico y el psicológico,
pueden servir, en todo caso, para explicar la elevación del vigente límite
superior de la minoría de edad penal, aumentándolo desde dieciséis hasta
dieciocho años, y desde dieciocho hasta veintiuno en determinados supuestos.
Pero no alcanzo a comprender su particular incidencia en lo que concierne al
incremento llevado a cabo por la L.O. 5/2000 en otros dos años de su límite
inferior (de doce a catorce); límite, por cierto, que el Proyecto de Ley, a mi
juicio con mejor criterio politicocriminal, había cifrado en los trece años,
uno más que el tope de doce que señalara la L.O. 4/1992, que en este punto traía
causa de su precedente Ley de 11 de junio de 1948. La razón principal por la
que considero más procedente la decisión adoptada en su día por dicho texto
legal al incluir en él el citado límite reside en el dato comparativo, escasa
o nulamente considerado, de que la reforma penal operada en materia de delitos
sexuales por la L.O. 11/1999, de 30 de abril, elevó, precisamente, de doce a
trece años la edad de protección de la víctima en infracciones tales como los
abusos sexuales, algunos de ellos, como es sabido, de extrema gravedad (4); y
resulta algo chocante e injusto que la nueva L.O. 5/2000 declare irresponsables
criminales con arreglo a la misma, remitiéndolos a las entidades públicas
correspondientes, a los menores de catorce años, los cuales, al fin y a la
postre, no son víctimas de delitos, sino infractores de normas jurídico-penales.
El único argumento justificactivo de esta opción legislativa, al que ya
he aludido con anterioridad brevemente, lo ofrece la Exposición de Motivos de
la citada Ley Orgánica en base a la convicción de que las infracciones
cometidas por "niños menores de esta edad --llama "niños" a
sujetos a los que, contrario sensu, el Código civil permite contraer matrimonio
si han alcanzado los catorce años-- son en general irrelevantes"; afirmación
ésta, quizá demasiado arriesgada para ser tan genérica, pues, por desgracia,
existen casos penalmente relevantes, y no tan aislados como nos gustaría, de
menores infractores de esa edad, respecto de los que añade a continuación que
"en los escasos supuestos en que aquéllas puedan producir alarma social,
son suficientes para darles una respuesta igualmente adecuada los ámbitos
familiar y asistencial civil, sin necesidad de intervención del aparato
judicial del Estado". A mi
juicio, semejante conclusión legal resulta algo chocante si, en verdad, se
trata de un acto grave que ocasione verdadera alarma social, como puede ser un
homicidio.
No obstante esta opinión, algún autor ha manifestado que el límite de
los catorce años es todavía insuficiente a tales efectos y que por debajo de
los dieciséis no debería atribuirse a los menores ninguna infracción de las
normas jurídico-penales, por lo que tampoco se le debería sancionar por esta vía,
aún cuando ello pudiera justificarse por razones de prevención, quedando de
esta forma sometido al ámbito civil o gubernativo asistencial (5).
Por ultimo, y volviendo a retomar la cuestión acerca de la que venía
siendo normativa vigente hasta la entrada en vigor de la Ley 5/2000, debe
tenerse presente que la interinidad antes referida en relación a los arts. 19 y
69 del nuevo Código, tal y como establece la Disposición final séptima de la
citada Ley, afectaba lógicamente también a la Disposición transitoria duodécima
del mismo, a los arts. 8.2, 9.3, 65, 20.1ª y 22.2º del derogado CP, relativos
a la minoría de edad penal de los dieciséis años, a la posible atenuación de
la responsabilidad criminal de los jóvenes menores de dieciocho, que comprendía,
bien la rebaja de la pena en uno o dos grados, bien su sustitución por la
correspondiente medida de internamiento en los términos que señalara la L.O.4/1992,
así como a las disposiciones sobre responsabilidad civil derivada de delito que
aquellos otros dos preceptos contenían; y todo ello, pese a la declaración
recogida en la cláusula derogatoria de su Disposición final quinta, que abarca
la globalidad de la normativa citada.
II.-
FUNDAMENTO DE DICHA EXIMENTE
De la lectura del art. 19 CP se desprende lo que, a mi juicio, constituye
una importante novedad con respecto a la normativa antigua (art. 8.2º DCP): el
menor de dieciocho años puede no ser responsable criminal de acuerdo con el
texto punitivo, pero sí, en cambio, con arreglo a la nueva Ley reguladora de su
responsabilidad penal, lo que se traduce en el reconocimiento legal de su
eventual capacidad de imputabilidad, debiendo responder penalmente cuando haya
cometido un hecho delictivo; reconocimiento que, por el contrario, se encuentra
ausente en aquel primer precepto, pues es bien sabido que aunque el art. 8.2º
del derogado Código omitiera declarar de forma expresa cuál fuera el
fundamento de la exención de responsabilidad criminal que amparara a los
menores de dieciséis años, éste se basaba en la presunción iuris et de iure
de que las personas que no hubieran alcanzado ese tope de edad eran inimputables,
en todo caso, por carecer de capacidad de culpabilidad. Ello se explicaba a
partir de la utilización por el legislador de un criterio biológico puro para
argumentar dicha afirmación, con exclusiva atención al dato objetivo de la
edad misma; criterio que ya fuera introducido en nuestro Ordenamiento por el Código
de 1928, abandonando de esta forma la teoría relativa al discernimiento,
tradicionalmente seguida por los textos punitivos anteriores, incluido el de
1822 (6).
Desde una perspectiva puramente legal este abandono supuso, a partir de
entonces, la equiparación entre la concreta situación por la que atraviesan
los menores y aquella otra en que se encuentran los incapaces mentales, pese a
tratarse de una equiparación equivocada, en opinión de algunos,
ya que, en términos genéricos, no puede afirmarse que todo menor de
dieciséis años carezca siempre de las capacidades de comprensión y voluntad
necesarias para comportarse de acuerdo con la prohibición o el mandato de la
norma; o, expresado en otros términos, que carezca de la capacidad de
determinarse conforme a la misma. En cambio, es un hecho comunmente compartido
por la generalidad de los Ordenamientos de nuestro entorno jurídico el de
entender que esa capacidad está, en todo caso, ausente en los menores de doce o
trece años, a los que cabe directamente calificar de niños, y de cuyo
tratamiento deberán encargarse las instituciones administrativas de protección
de menores cuando éstos cometan un hecho constitutivo de delito o falta (7).
Es por ello que afirmar, apelando al criterio biológico puro, y en aras
de un mayor grado de seguridad jurídica, que por encima de dicha edad los que
no hayan alcanzado los dieciséis años son siempre inimputables, a veces
conduce a resultados insatisfactorios por absurdos e injustos (piénsese que,
por ejemplo, quedaría excluido de esta consideración un joven que acabara de
cumplir dicha edad), amén de erigirse en una clara ficción jurídica, únicamente
soslayable mediante la utilización de un criterio distinto, como es el del
discernimiento, basado en la inmadurez o inexperiencia de aquéllos para
comprender lo injusto de su comportamiento, en cuya virtud podría, en
principio, reconocérseles incapacidad de imputabilidad, aunque sin perjuicio de
analizar si ésta concurre o no en el caso concreto, la cual, de estar presente,
determinaría su irresponsabilidad, mas no precisamente por tratarse de jóvenes
o menores, sino porque en ese supuesto específico se habría constatado que su
proceso evolutivo era deficiente. No obstante, resulta evidente el alto grado de
inseguridad jurídica a que conduciría la utilización aislada de este
criterio, en la medida en que su aplicación conllevaría, además, la prueba
positiva de su respectiva libertad.
Ello explica que hasta ahora en la práctica haya existido cierta
tendencia a manejar un sistema mixto, que opere a modo de abrazadera o nexo
entre ambos criterios, el biológico puro y el del discernimiento, al estilo del
modelo germánico, plasmado en la Ley de Justicia Juvenil alemana, que utiliza
el dato de la madurez ética-intelectual del joven/menor, distinguiendo a tales
efectos tres categorías relativas a su edad: niños, jóvenes y jovenes-adultos.
En relación a la primera, rige el criterio biológico puro, por el que en todos
los casos se presume, sin admisión de prueba en contrario, que los menores de
catorce años carecen de la necesaria capacidad de comprender el injusto; en lo
que concierne a la segunda, integrada por la franja de edad comprendida entre
los catorce y los dieciocho, se utiliza el referido criterio mixto; mientras
para la tercera categoría citada, que incluye a sujetos de dieciocho a veintiún
años, en principio equiparados a los jóvenes que conforman la categoría
anterior, se emplea el de la madurez, a través del que se pretende demostrar su
capacidad o incapacidad de comprensión de la norma infringida.
Sin embargo, creo personalmente que resulta a todas luces evidente la
ambigüedad e indefinición de que adolece este último término, es decir, el
relativo a la "madurez"; concepto socio-cultural, cargado de una buena
dosis de relativismo, por lo demás de muy difícil concreción en la práctica,
pues al estar estrechamente vinculado a las condiciones sociales vigentes queda
sometido en cuanto a su determinación a la total discrecionalidad del juez, que
será quien, en definitiva, resuelva en cada caso si el joven goza o no de la
capacidad necesaria para comprender el injusto (8).
No obstante todo lo expuesto, lo cierto es que ni el sistema hasta ahora
vigente sobre exención incondicionada de la responsabilidad criminal hasta los
dieciséis años, ni el sistema mixto seguido por los diversos borradores
elaborados con anterioridad a aprobarse definitivamente la L.O. 5/2000, a los
que ya he tenido ocasión de referirme brevemente, que combinaban el criterio
biológico puro con el del discernimiento, supieron aclarar, objetiva y
razonablemente, cuáles eran, a su juicio, los verdaderos motivos por los que el
Ordenamiento penal común resultaba inadecuado para encargarse de sancionar a
este categoría de infractores.
A tales efectos, es sabido que la doctrina especializada en la materia
venía tiempo atrás indagando en criterios distintos, particularmente de índole
politicocriminal, que trascendían a la mera presunción legal iuris et de iure
mencionada, así como al resultado que se pueda alcanzar tras combinar dicha
presunción con datos relativos al grado de madurez ético/intelectual del
menor. Tales criterios, que exceden del concepto estricto de imputabilidad,
atienden de forma primordial a una contemplación integradora de la culpabilidad
y los fines de la pena. En esta línea de pensamiento se ha sostenido que ni las
exigencias de prevención general (positiva o negativa) ni, mucho menos, las de
prevención especial justifican o legitiman la necesaria imposición a este
grupo de infractores de la pena común de cárcel, generalmente aplicada a los
delincuentes adultos, como tampoco el cumplimiento de la misma en los centros
penitenciarios ordinarios destinados a su ejecución, pues la extensión a aquéllos
de este último sistema no sólo no cumplimentaría las citadas exigencias, sino
que se opondría contundentemente a ellas perjudicando o entorpeciendo de forma
palmaria la definitiva reinserción social de tales sujetos, siendo, en cambio,
mucho más adecuado aplicarles un tratamiento educativo específico en lugar del
genuino y genérico castigo penal (9), el cual, a la postre, determinaría la
ausencia de su propia legitimidad jurídica.
Naturalmente, la adopción de estos planteamientos exige una revisión a
fondo -que por razones de espacio no podemos realizar aquí- de los presupuestos
y principios informadores que deben inspirar la nueva legislación reguladora de
la responsabilidad penal de los menores; tarea que, con mayor o menor fortuna,
ha llevado a cabo la L.O. 5/2000. No obstante, veamos a continuación, aunque de
forma sintética, en que consisten tales principios fundamentales.
La citada Ley, en su Exposición de Motivos asienta firmemente como
postulado genérico, inspirador de la globalidad de su texto, el carácter
primordial de "intervención educativa" que la responsabilidad penal
de los menores presenta frente a la de los adultos; principio éste
indiscutible, que trasciende a todos los aspectos de su regulación jurídica y
que determina "considerables diferencias entre el sentido y el
procedimiento de las sanciones de uno y otro justiciable". En segundo término
señala los catorce años como límite mínimo, a partir del cual resulta
adecuado exigir dicha clase de responsabilidad a los menores, en base a
criterios tales como los que ya he tenido ocasión de referir en sentido
parcialmente crítico, pues no estoy conforme con el argumento explicativo
esgrimido por la nueva Ley de que las infracciones cometidas por los "niños"
de esta edad sean "en general irrelevantes", resultando en todo caso
"suficientes los ámbitos familiar y asistencial civil" para darles
una respuesta adecuada, sin que sea precisa la "intervención del aparato
judicial sancionador del Estado"; intervención que, personalmente,
considero necesaria si, en verdad, aquéllas -aunque esporádicas-- han sido de
tal entidad que hayan producido alarma social. Finalmente, y como era de
esperar, haciéndose eco de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional
dictada sobre la materia (SSTC 36/91 y 60/95), la Exposición de Motivos recoge
un tercer principio orientador de la presente Ley Orgánica, que versa sobre las
garantías y respeto a los derechos fundamentales que "han de imperar en el
procedimiento seguido ante los Juzgados de Menores", siempre encaminado a
la adopción de medidas no represivas, sino preventivo-especiales.
Como consecuencia de la proclamación de tales principios, puede
afirmarse que la Ley se caracteriza por su naturaleza formalmente penal, pero
materialmente sancionadora-educativa del procedimiento y de las medidas
aplicables a los infractores menores; por su expreso reconocimiento de las
garantías derivadas del respeto de los derechos constitucionales y de las
especiales exigencias del interés de aquéllos; por su diferenciación en
diversos tramos respecto de esta categoría de delincuentes
(catorce/dieciséis-dieciséis/dieciocho-dieciocho/veintiún
años) a efectos procesales y sancionadores; así como por la flexibilidad en la
adopción y ejecución de las medidas aconsejadas por las circunstancias del
caso concreto.
Por otra parte, llama la atención que, con reiterada insistencia, la L.O.5/2000
aluda al citado interés como finalidad primordial del procedimiento y de las
medidas que en él se adopten; interés que deberá valorarse con arreglo a
criterios técnicos y no formalistas por equipos de profesionales especializados
en otras ciencias no jurídicas. Suscribo plenamente esta apreciación legal,
aunque discrepo, en cambio, de la tajante afirmación que la Ley sostiene en
otro de los párrafos del apartado II de su Exposición de Motivos, cuando, tras
declarar que dicha L.O. tiene "ciertamente la naturaleza de disposición
sancionadora, pues desarrolla la exigencia de una verdadera responsabilidad jurídica
a los menores infractores" --idea que comparto sin reservas, ya que me
parece del todo correcta--, añade a continuación que, no obstante, "al
pretender ser la reacción jurídica dirigida al menor infractor una intervención
de naturaleza educativa, aunque desde luego de especial intensidad", deben
rechazarse expresamente "otras finalidades esenciales del Derecho penal de
adultos, como la proporcionalidad entre el hecho y la sanción o la intimidación
de los destinatarios de la norma" (10).
A mi juicio, esta última cláusula resulta de todo punto innecesaria,
pues no encuentro problema alguno en hacer compatibles los fines
preventivo-especiales, sin duda prioritarios en el marco de una Ley de esta
naturaleza, que atiende primordialmente al interés del menor y a su educación,
de cara a su efectiva reinserción social futura, con los de prevención general
negativa, que no sólo pueden, sino que deben operar también en el ámbito del
Derecho penal de menores, aunque sea con carácter subsidiario en relación a
aquéllos, a cuya finalidad no se oponen, ya que mientras a través de los
primeros se busca en primera instancia la educación y resocialización de los
mismos, mediante los segundos se intentará --y es de esperar que se consiga, al
menos en algunos casos-- que otros jóvenes, que puedan encontrarse en parecidas
circunstancias a las que coadyuvaron a que ciertos menores infringieran la norma
con anterioridad, se abstengan de hacerlo en el futuro, pues es un dato
ciertamente constatado, que con seguridad conocerán psicólogos y sociólogos
estudiosos del comportamiento infantil y juvenil, que los niños y los
adolescentes actúan frecuentemente por mimetismo, es decir, imitando conductas
--a la sazón delictivas-- de algunos de sus semejantes, que a veces son
adultos, pero que igualmente pueden ser niños o jóvenes, y ello, en una buena
medida, debido al hecho de encontrarse aún inmersos en un proceso de desarrollo
evolutivo educacional, que se traduce en la idea de que su personalidad no está
definitivamente afianzada como pueda estarlo la de un adulto.
Partiendo de la premisa comúnmente compartida de la dificultad que
encierra a priori asumir cualquier planteamiento que siente las bases del que,
según cada opinión, constituya el sistema más adecuado de tratamiento jurídico-penal
de jóvenes y menores infractores (11), pues es bien sabido que se trata de un
problema de características muy peculiares al afectar a una categoría específica
de delincuentes, cuyas conductas han venido conformando a lo largo del tiempo la
tradicional expresión "delincuencia juvenil", hoy ya en creciente
desuso, y antes de pasar a exponer algunas reflexiones al respecto, quisiera
volver a recordar (12), ahora en esta sede, que, con independencia del sistema
concreto y definitivo que se adopte, abordamos una cuestión enormemente
conflictiva, cuya eventual solución se encuentra sembrada de dudas y
vacilaciones, como corresponde a la particular dinámica delictiva que
caracteriza a este tipo de delincuencia, ya que, no en vano, ésta ha sido, es y
será siempre para el especialista una materia de estudio particularmente
resbaladiza y llena de incógnitas por despejar, debido, en esencia, al dato
biológico de la corta edad que distingue a este peculiar elenco de infractores,
quienes, a pesar de haber cometido un delito o una falta, estando como están
inmersos en un proceso evolutivo de desarrollo personal, aún sin terminar, ni
pueden ni deben recibir el mismo tratamiento sancionatorio que prevé la
legislación penal ordinaria para los delincuentes adultos, en base a las
razones educativas y resocializadoras, ya mencionadas con anterioridad.
En este orden de ideas, la
dificultades que de por sí encierra el hecho genérico de reflexionar sobre el
que, a juicio de cada cual, debe ser el sistema más apropiado a seguir para
regular legalmente la responsabilidad penal de jóvenes y menores, se
acrecientan ante las múltiples y reiteradas manifestaciones emitidas por un
amplio sector de profesionales, que en la práctica trabajan diariamente en
contacto directo con ellos y que con bastante insistencia esgrimen argumentos
pesimistas en cuanto a la efectiva consecución de su completa reinserción
social, al menos a partir del sistema de medidas correctoras y educativas
existente bajo la anterior normativa. Que algo fallaba en dicho
"sistema" es evidente, como lo prueba, sin ir más lejos, el
considerable incremento que ha experimentado en los últimos tiempos esta
peculiar modalidad de delincuencia; fenómeno criminológico éste no sólo
constatado en España, sino también en otros países de nuestro entorno
cultural y jurídico (13).
Así pues, partiendo de la premisa de que los argumentos que voy a
esgrimir no se reducen a una mera disertación teórica, en tanto pretenden
tener en todo momento bien presente la realidad práctica, he de afirmar, ya en
primera instancia, que mi personal planteamiento al respecto intenta combinar la
racionalidad con el optimismo -que no con la utopía, que puede, en cambio,
caracterizar a otras tesis más altruistas pero menos realistas que la que
propongo-, sin tener que renunciar a defender esta apriorística actitud
positiva frente a un problema como este de la delincuencia de menores, de tan
difícil solución. Dicha actitud no puede ni debe obviarse, pese a las muchas
adversidades que ofrezca de antemano, en el sentido de mantener siempre latente
un espíritu esperanzador de cara a la futura y efectiva reinserción social de
estos concretos infractores; si no de todos, lo que sería absurdo por
imposible, sí, al menos, de algunos de ellos. No obstante, como he indicado, el
planteamiento que sustento intenta no perder ni un sólo momento de vista la
realidad práctica, a cuyo servicio debe ir destinado, ya que, de lo contrario,
carecería de virtualidad y, en definitiva, de interés.
En esta línea, y con carácter prioritario, creo que sería bastante
conveniente minimizar la trascendencia y el exagerado valor que se viene
otorgando, sobre todo en los últimos tiempos, a las estadísticas e índices
recabados en España sobre esta clase de delincuencia, por elevados que éstos
sean, reduciéndolos a sus justos términos. Y me estoy refiriendo, en
particular, al número de fracasos obtenidos, el cual, hasta la fecha, parece
ser claramente superior al de los aciertos logrados, atendiendo lógicamente al
dato de la efectiva reinserción social de los menores. En otras palabras,
pienso que sería más correcto entender que un único éxito alcanzado en este
sentido equivale a un resultado positivo, y no sólo a corto o medio plazo, sino
a largo plazo también, pues si mediante la aplicación de un sistema de
tratamiento adecuado se consigue reeducarlos, dado que se encuentran en situación
de riesgo, porque, pese a su corta edad, ya han infringido determinadas normas
penales de conducta, se estará contribuyendo de forma más contundente a evitar
que en el futuro se conviertan en potenciales delincuentes adultos, soslayando,
al propio tiempo, la comisión de innumerables comportamientos delictivos. A
tales efectos es necesario que dicho sistema les brinde los mecanismos y
oportunidades pertinentes para corregir los defectos y carencias subyacentes al
todavía incompleto proceso evolutivo de su personalidad, debido a las ya
mencionadas peculiares condiciones biológicas que los caracterizan, que
conllevan el eventual desconocimiento de la trascendencia del injusto penal y de
sus consecuencias jurídicas.
En mi opinión, y a partir
de estas ideas previas, un planteamiento que pretenda ser eficaz, es decir, susceptible de lograr la finalidad última relativa a la reeducación y completa
reinserción social del mayor número posible de menores infractores, y, a la
par, realista, debería intentar aunar las necesidades resocializadoras de
prevención especial, al menos con las intimidatorias, dirigidas a estos
potenciales delincuentes; es decir,
con las exigencias de prevención general negativa, si bien parece lógico
decantarse de forma prioritaria a favor de los fines resocializadores educativos
de su tratamiento personalizado, plasmado
en un sistema de medidas educadoras gradualmente establecidas en función de la
correspondiente franja de edad (trece/dieciséis, dieciséis/dieciocho y
dieciocho/veintiún años, respectivamente). No obstante, como ya he tenido
ocasión de comentar con anterioridad, la L.O. 5/2000, con fundamento en su
exclusiva naturaleza educativa en interés del menor, excluye expresamente de su
ámbito cualesquiera otras finalidades esenciales al Derecho penal de adultos,
cual es el caso de la "proporcionalidad entre el hecho y la sanción"
o el de la "intimidación de los destinatarios de la norma"; conclusión
del legislador un tanto extremista y, cuando menos, discutible, pues, no en
vano, tratándose de una ley penal especial en relación al texto punitivo
ordinario, quizá no debería haber desdeñado de forma tan tajante tales
finalidades, que podría, en cambio, haber hecho compatibles con las
resocializadoras, aunque éstas sean sin duda prioritarias en el presente
contexto, habiéndoles, pues, otorgado un papel meramente secundario y limitador
de las mismas en casos de infracciones graves y muy graves, las cuales, aún
esporádicamente, también los jóvenes y menores cometen. En definitiva, creo
que en este aspecto concreto la nueva Ley Orgánica peca en exceso de altruista
e ingenua, mostrándose, en general, poco realista.
Por ello debe añadirse que, no obstante, de fracasar la aplicación de
las medidas educativas antes señaladas, o, incluso, de ser éstas rechazadas
por su propio destinatario, quien, al no padecer ninguna enfermedad o trastorno
mental que excluya su capacidad de discernimiento, puede perfectamente oponerse
a seguir el correspondiente tratamiento en que aquéllas consistan haciendo uso
del libre ejercicio de sus derechos y garantías individuales, habría entonces
que acudir -eso sí, en segundo término y de forma subsidiaria- a un sistema
sancionatorio, desgraciadamente más drástico, basado en la imposición de una
medida de internamiento en determinados centros, especialmente creados al
efecto, los cuales, no obstante dicho régimen, deben estar rodeados de las
condiciones educativas, laborales y de ocio necesarias para la adecuada
reinserción de sus destinatarios, debiendo aplicarse siempre de forma
preferente el régimen abierto o semiabierto frente al cerrado, que debe
utilizarse sólo en última instancia cuando su recurso ya fuera inevitable,
excluidas las anteriores medidas citadas. Me refiero, lógicamente, a casos
extremos que versan sobre hechos de particular gravedad, constatado, además, un
alto grado de peligrosidad del menor -v.gr., hechos delictivos violentos o
intimidatorios contra las personas-, cuya duración, pese a todo, debe ser lo más
corta posible, considerando que un internamiento demasiado prolongado en el
tiempo restringiría física y moralmente la libertad de aquéllos, llegando a
la postre a estigmatizarlos, lo que sería de todo punto contraproducente para
un sistema de tratamiento como el propuesto.
A esta medida de
internamiento ya aludía el art. 17 de la antigua L.O. 4/1992, la incluía
igualmente el Proyecto de 1997 y la
recoge asimismo el art. 7 de la vigente L.O. 5/2000, siendo su duración máxima
de diez años, aunque dividida en un primer periodo de genuino internamiento,
que no podrá exceder de cinco años, seguido de otro segundo, de la misma
duración, ejecutado bajo el régimen de libertad vigilada en la modalidad
elegida por el juez. No obstante, la necesidad de recurrir en última instancia
a esta medida debe quedar supeditada a la previa creación de centros idóneos
para su cumplimiento, dotados de las condiciones imprescindibles para que el
menor pueda desarrollar en ellos, durante el tiempo que deba permanecer
internado, actividades educativas, laborales y de distracción. Es decir,
centros de nuevo cuño y diferente estructura, que sustituyan definitivamente a
los tradicionales y represivos
"correccionales"/"reformatorios" y cuya especial configuración
esté exclusivamente orientada hacia la reeducación, que no retribución, de
sus jóvenes destinatarios, en los términos previstos en el apartado a), pfo. 1
del art. 7 de la L.O. 5/2000; y ello pese a que la adopción de esta medida, que
encuentra fácil justificación en las exigencias de prevención general
positiva y negativa, resulte, en cambio, más difícil de sustentar atendiendo a
las exigencias resocializadoras de prevención
especial, aunque, de imponerse dicha medida de
internamiento en los términos arriba expuestos, esto es, como último
recurso y única alternativa viable, quizá cabría esperar, siquiera sea
inicialmente, que de su adecuado cumplimiento se pueda devengar, al menos,
alguna remota expectativa de resocialización.
Otro aspecto problemático, que tradicionalmente ha venido suscitando el
Derecho penal juvenil y que han puesto de manifiesto las últimas tendencias
doctrinales, penales y criminológicas, es el relativo al excesivo legalismo
dominante en su ámbito, en tanto contradice la finalidad esencialmente
reeducativa inherente a cualquier medida aplicable a los jóvenes infractores,
motivo por el que se ha insistido --y se insiste-- en la conveniencia de
incrementar las facultades discrecionales de los jueces de menores a efectos de
una mejor individualización de la medida aplicable, personalizada en cada
delincuente, atendiendo para ello a sus características, circunstancias y
necesidades subjetivas; capacidad de discrecionalidad que ya le reconocía al
juez el art. 16 de la Ley 4/1992, cuando, ante el caso concreto, le indicaba la
necesidad de valorar, junto a la gravedad del hecho, no sólo la personalidad
del menor, sino también la particular situación en que se encontrara, así
como el grado de necesidad de aplicación de la respectiva medida, al igual que
el entorno familiar y social al que perteneciera. En la misma línea, clara y
contundentemente, se expresa el pfo. 3 del citado art. 7 de la
L.O. 5/2000 al señalar que para elegir la medida adecuada, tanto el
Ministerio Fiscal, como el letrado del menor en sus postulaciones, al igual que
el juez en la correspondiente sentencia deberán "atender de modo flexible
no sólo a la prueba y valoración jurídica de los hechos, sino especialmente a
la edad, las circunstancias familiares y sociales, la personalidad y el interés
del menor".
No obstante estas
previsiones legales, y pese a que dicha capacidad de discrecionalidad judicial
ha sido ocasionalmente calificada de inconstitucional, la trascendental
Sentencia del TC 36/1991, lógicamente mencionada por la Exposición de Motivos
de la L.O. 5/2000, se pronunció tajantemente en su día a favor de la misma,
aludiendo, en primer término, al carácter educativo, propio del Ordenamiento
penal de menores; en segundo lugar, a la naturaleza correctora/educativa, que no
retributiva, de sus sanciones; y, por último, a la finalidad esencial que
persigue, protectora del desarrollo evolutivo de la personalidad de aquéllos,
íntimamente relacionada con la consideración de sus condiciones particulares,
de la que va a depender, en definitiva, la eficacia de la medida y, a la postre,
su completa resocialización.
Ahora bien, debe advertirse que, a veces, esta tarea individualizadora
puede no compaginarse adecuadamente con el sistema judicial a seguir en el
tratamiento de estos sujetos, llegando a desembocar en una excesiva
judicialización del mismo al otorgarse una prioridad desmedida a aspectos
garantistas y proteccionistas, como si se tratara de tramitar un proceso
ordinario para delincuentes adultos, con clara merma de los fines reeducadores.
Por ello pienso que el modelo más acertado a seguir sería aquél capaz de
combinar equilibradamente la acción judicial con la educativa, es decir, de
armonizar cuanto sea factible los citados aspectos garantistas con los
individualizadores, pues creo que a través de esta línea de pensamiento se
pueden obtener resultados satisfactorios en cuanto a la efectiva reinserción
social de los menores infractores, aunque sin olvidar que éstos, al fin y al
cabo, han cometido un hecho antijurídico (han infringido una norma penal de
conducta) cuya vigencia debe ser reafirmada, pese a que por determinadas razones
políticocriminales, ya expuestas con anterioridad, no se les apliquen las
sanciones punitivas ordinarias.
En conclusión, se trata de un sistema híbrido, que intenta compaginar
de la mejor manera posible, pese a su inherente e innegable dificultad, la
satisfacción de las necesidades preventivas con el respeto de los derechos y
garantías individuales. Por ello, no puedo compartir determinadas propuestas
que propugnan la "desjudicialización" y "desformalización"
de la intervención sobre delincuentes de edad inferior a los dieciocho años,
en base a una supuesta pretensión "humanitaria de desdramatizarla",
cuando, en verdad, tales planteamientos sólo conducen a restringir las garantías
individuales y los efectos preventivo-generales inherentes a todo sistema jurídico-penal.
A este respecto resulta necesario que la instrucción de las diligencias
la lleve a cabo el Ministerio Fiscal, cuya función servirá, de esta forma,
como contrapunto a la intervención del juez, a su vez encargado de velar por el
cumplimiento de los citados derechos y garantías, con exclusión de las
acusaciones particulares, defensoras de los intereses de las víctimas, dada la
naturaleza predominantemente reeducativa del procedimiento; sistema éste por el
que, con buen criterio, ha optado la nueva L.O. 5/2000 (arts. 16 y ss.).
En otro orden de cosas, y aunque ésta no haya seguido en su texto el
criterio postulado por algunos, relativo a la conveniencia de aunar dentro del
mismo el tratamiento de las cuestiones procesales con las de Derecho penal
sustantivo, en el sentido de unificar espacialmente la actuación de todos los
profesionales implicados en ella, tales como policía de menores, jueces,
fiscales y equipos técnicos, cuya cooperación conjunta propiciaría la
consecución de un mayor número de resultados positivos en beneficio e interés
de sus destinatarios, al menos adopta en sus Disposiciones finales segunda,
tercera y cuarta una serie de mandatos encaminados a adecuar convenientemente la
organización judicial, es decir, las plantillas de la carrera judicial y
fiscal, así como del personal de la Administración de Justicia, lo que
conlleva una efectiva especialización de jueces, fiscales y abogados para
atender esta clase concreta de delincuencia, al igual que una mejora y
potenciación de los equipos técnicos y de los profesionales que los integran,
cuya formación deberá cuidarse con esmero a tales efectos (14).
Por otra parte, comparto la loable intencionalidad de que hace gala la
Ley al fomentar el compromiso de los padres o de quienes sean los responsables
directos de estos infractores para intervenir, si ello fuera factible, en los
correspondientes programas educativos, culturales o de formación, como también
la previsión que contiene de las medidas de reparación del daño causado y
mediación o conciliación del menor con la víctima, en cuya virtud ofensor y
perjudicado llegan a un acuerdo que pone fin al conflicto jurídico que él
mismo originó (15).
En esta línea, y en lo que a la Comunidad Andaluza se refiere, cabe
destacar el dato relativo a la reciente reunión mantenida por los jueces de
menores de las diversas Audiencias Provinciales con el Consejero de Asuntos
Sociales de la Junta de Andalucía con la finalidad de analizar conjuntamente la
efectiva aplicación de esta nueva Ley en la citada Comunidad, habiendo
considerado prioritario, entre otros aspectos, el hecho de que la Administración
ofrezca apoyo psicológico y se responsabilice de las víctimas de actos
delictivos cometidos por aquéllos, a cuyos efectos han solicitado que las
medidas cautelares, de seis meses de duración en la actualidad, se amplíen
mientras sea posible hasta que se ejecute la sentencia firme, sin dejar de
mencionar que el Gobierno central tiene aún pendientes algunas deudas en
materia de recursos con los menores delincuentes, cual es el caso relativo a la
problemática de las dependencias adecuadas para llevar a cabo la detención de
los mismos, que pueden llegar a estar hasta seis días o más pendientes de la
adopción de una de las citadas medidas cautelares.
Otro tanto ha sucedido con los fiscales de menores de la misma Comunidad,
que reclaman, también al Gobierno central, una mayor financiación,
considerando que han transcurrido ya seis meses desde la entrada en vigor de la
L.O. 5/2000, y ello resulta imprescindible si lo que realmente se desea es que
ésta produzca resultados positivos en su aplicación práctica.
Por último, y de total acuerdo con las manifestaciones efectuadas por
ambos grupos de profesionales citados, señalar que el planteamiento que de
forma global y resumida acabo de exponer queda reducido a una mera proclamación
de principios si la entrada en vigor de dicha Ley no se hubiera acompañado de
la respectiva regulación reglamentaria que la desarrolle, lo que efectivamente
prevé su Disposición final segunda, al igual que de las correspondientes
dotaciones presupuestarias, incremento de personal especializado, medios
materiales necesarios y demás infraestructura imprescindible a tales efectos;
elementos todos ellos cuya escasez -por no decir inexistencia-, al menos hasta
la fecha, viene obstaculizando, en gran medida, el que se lleve a buen puerto su
efectiva puesta en marcha.
Dicha Ley Orgánica, que entró en vigor al día siguiente de su
publicación en el BOE, es decir, el 24 de diciembre de 2000, comprende dos únicos
artículos: el primero, que contiene todas las modificaciones concernientes al Código
penal, y el segundo, relativo a los cambios operados por ella en la Ley 5/2000
respecto de los delitos de terrorismo. Este es el precepto que ahora nos
interesa fundamentalmente, si bien es cierto que en el presente contexto
conviene también mencionar, siquiera sea brevemente, la nueva redacción
conferida por la citada Ley al art. 577 CP, concerniente al denominado
"terrorismo urbano", que incorpora el delito de daños al grupo de
infracciones ya enumeradas con anterioridad en dicho artículo, además de
resolver -según reza la Exposición de Motivos de esta nueva Ley- las dudas
interpretativas que puedan surgir en relación a la tenencia de explosivos,
utilizados para cometer actos de terrorismo.
De igual modo, merece la pena destacar la creación ex novo del art. 578,
que viene a sancionar a quienes enaltezcan o justifiquen por cualquier medio de
expresión pública o difusión los delitos de terrorismo, así como a quienes
participen en su ejecución o en la realización de actos que entrañen descrédito,
menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus
familiares (16).
El artículo segundo de esta Ley Orgánica incide directamente, como he
adelantado, en la L.O. 5/2000, a la que añade una nueva Disposición adicional
con la consecuente modificación técnica de algunos preceptos relacionados con
ella, cuya expresa finalidad -al menos así lo dice su propia Exposición de
Motivos- no es otra que la de "reforzar la aplicación de los principios
inspiradores de la citada Ley a los menores implicados en delitos de
terrorismo", dada su creciente participación no sólo en las diversas
acciones que integran el terrorismo urbano, sino también en el resto de las
actividades terroristas, sin que, en ningún caso, se pretenda "excepcionar
de la aplicación de la Ley 5/2000 a estos menores", sino más bien
establecer las mínimas especialidades necesarias para que el enjuiciamiento de
sus conductas constitutivas de delitos de terrorismo "se realice en las
condiciones más adecuadas a la naturaleza de los supuestos que se enjuician...,
manteniendo sin excepción todas las especiales garantías procesales" que
para tales infractores ha establecido la citada Ley, así como para que "la
aplicación de las medidas rehabilitadoras... pueda desarrollarse en condiciones
ambientales favorables, con apoyos técnicos especializados, y por un tiempo
suficiente para hacer eficaz el proceso rehabilitador".
Todas estas manifestaciones generales pretenden justificar desde una
perspectiva legal las diversas modificaciones operadas en la Ley 5/2000 cuando
la naturaleza de los delitos perpetrados sea de índole terrorista. De esta
forma, se articula un Juzgado Central de Menores en la Audiencia Nacional, así
como la posible prolongación de los plazos de internamiento y la previsión de
la ejecución de esta clase de medidas según acuerde dicha Audiencia, que
contará para ello con el apoyo y control del personal especializado que el
Gobierno ponga a su disposición. De igual modo, se establece un tratamiento
diferenciado entre los menores de dieciséis años y los de edades comprendidas
entre los dieciséis y los dieciocho, viniendo a consolidar de esta manera lo
que se desprende de la disposición contenida en el art. 4 de esta Ley; es
decir, que quedan excluidos de esta norma los mayores de dieciocho años y
menores de veintiuno.
Partiendo, pues, de esta premisa, claramente excluyente de los jóvenes
comprendidos en esta última franja de edad del ámbito de aplicación de la Ley
5/2000 cuando hayan cometido alguno de los delitos a que se refiere la nueva
Disposición adicional cuarta, esto es, homicidio (art. 138), asesinato (art.
139), violación (arts. 179 y 180), delitos de terrorismo (arts. 571 a 580), así
como aquellos otros sancionados con pena de prisión igual o superior a quince
años, si el responsable de alguno de ellos fuera un joven comprendido entre los
dieciséis y los dieciocho años, el juez le impondrá una medida de
internamiento en régimen cerrado, que podrá durar entre uno y ocho años, en
su caso complementada por otra de libertad vigilada, hasta un máximo de cinco años,
en cuyo supuesto, además, sólo podrá hacerse uso de las facultades de modificación,
suspensión y sustitución que la citada L.O. prevé (arts. 14, 40 y 51.1,
respectivamente) cuando haya transcurrido, al menos, la mitad de la duración de
la medida de internamiento impuesta, la cual, por cierto, podrá incluso
alcanzar una duración máxima de diez años si tales jóvenes fueran
responsables de más de un delito, alguno de los cuales estuviera calificado de
grave y sancionado con pena de prisión igual o superior a quince años de los
delitos de terrorismo de los arts. 571 a 580 CP.
Por su parte, siendo los responsables de alguna de las infracciones
arriba mencionadas menores de edades comprendidos
entre los catorce y dieciséis, el juez deberá imponer la medida de
internamiento en régimen cerrado por un período de uno a cuatro años, a su
vez complementada por otra de libertad vigilada hasta un máximo de tres años,
si bien la primera de ellas podrá elevarse a cinco cuando concurra alguna de
las circunstancias antes señaladas.
Finalmente, los hechos delictivos y las medidas aplicadas a ambos grupos
de jóvenes/menores prescribirán con arreglo a las normas generales contenidas
en el Código penal, y no según las disposiciones específicas previstas en la
Ley 5/2000 (apartado f) de la nueva Disposición adicional cuarta, añadida por
la L.O. 7/2000).
Partiendo de la base, como era de esperar, de que la presente reforma no
ha sido compartida por la generalidad de la doctrina (17), y de que, probablemente,
podía haberse mejorado la regulación de alguno de sus aspectos, lo cierto es
que, tal y como expresamente señala la Disposición adicional quinta de la
citada Ley, de nuevo cuño también por la reforma legal que nos ocupa, en el
plazo de cinco años, a contar desde la entrada en vigor de la nueva L.O.
7/2000, el Gobierno se compromete a remitir al Congreso de los Diputados un
informe en el se "analizarán y evaluarán los efectos y las consecuencias
de la aplicación de la disposición adicional cuarta", es de suponer que
en base a las resoluciones jurisprudenciales emitidas en ese periodo de tiempo
por los órganos judiciales competentes (así, el Juzgado Central de Menores de
la Audiencia Nacional, si se trata de delitos de terrorismo), al igual que a los
resultados, al menos parcialmente obtenidos, mediante la aplicación práctica
del novedoso y específico sistema de tratamiento previsto por la citada
Disposición adicional para este peculiar grupo de jóvenes y menores
delincuentes.
En consecuencia, y una vez más, será el paso inexorable del tiempo
quien determine los aciertos y desaciertos de la presente reforma en una materia
de tanta trascendencia como la que ha sido objeto de su especial consideración.
NOTAS
1 Un estudio más detallado de estos
borradores puede verse en CARMONA SALGADO, C: "Comentario al artículo 19
del nuevo Código penal", en Comentarios al Código Penal, dir. Por M. COBO
DEL ROSAL, T.II, EDERSA, Madrid, 2000, págs. 39 y ss.
2 Vid. en ese sentido crítico, CARMONA SALGADO,
C.: "La delincuencia de jóvenes y menores: hacia una nueva regulación jurídica",
en Protección Jurídica del Menor, Universidad Internacional de Andalucía,
Sede Antonio Machado de Baeza, Asociación de Letrados de la Junta de Andalucía,
1997, págs. 149 y ss.; de igual modo, en "Comentario al artículo
19..." cit., págs. 50 y ss.
3 Esta opinión, pese a ser minoritaria, se recogía
expresamente en el Informe de la Fiscalía General del Estado al Anteproyecto de
ley Orgánica Reguladora de la Justicia de Menores, Madrid, 2 de octubre de
1997, págs. 16 y 17.
4 Vid. sobre el citado aspecto de la reforma,
CARMONA SALGADO, C., en Addenda al Curso de Derecho Penal Español. Parte
Especial, T.I y II, de CARMONA SALGADO/GONZÁLEZ RUS/MORILLAS CUEVA/POLAINO
NAVARRETE/PORTILLA CONTRERAS, dir. M.COBO DEL ROSAL, Madrid, 1999, págs. 49 a
51. Más recientemente, también en Compendio de Derecho Penal Español. Parte
Especial, de CARMONA SALGADO, COBO DEL ROSAL, GONZÁLEZ RUS, MORILLAS CUEVA,
QUINTANAR DÍEZ, DEL ROSAL BLASCO, SEGRELLES DE ARENAZA, dir. M. COBO DEL ROSAL,
Madrid, 2000, págs. 209 y 210.
5 De esta opinión, GARCÍA PÉREZ, O.: "Los
actuales principios rectores del Derecho Penal Juvenil: un análisis crítico",
en Revista de Derecho Penal y Criminología, nº 3, enero, 1999, págs. 70 y ss.
6 Así, los arts. 23 del CP de 1822 y 24 del de
1848; mismo criterio utilizado por los textos de 1850 y 1870, respectivamente.
7 Esta consideración es válida, aunque desde un punto de vista
estrictamente jurídico la "Convención sobre los Derechos del Niño",
adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de
1989, y ratificada por España el 30 de noviembre de 1990, declare en su art. 1
que el niño es "un ser humano menor de 18 años"; aseveración, a mi
juicio, un tanto exagerada. Bajo la antigua normativa, el art. 9,1ª de la Ley
de Tribunales Tutelares de Menores, de 11 de junio de 1948, disponía que cuando
el autor de un delito o una falta no hubiera cumplido aún los doce años
"será puesto, en su caso, a disposición de las Instituciones
administrativas de protección de menores". Dicho precepto debía
completarse con los arts. 17 (actuaciones en situaciones de riesgo) y 18
(actuación en situación de desamparo) de la Ley Orgánica de Protección Jurídica
del Menor, de 15 de enero de 1996, así como con los arts. 172 y ss. del Código
Civil, al igual que con la legislación correspondiente de las Comunidades Autónomas.
Sobre corcondancias legislativas en este ámbito, vid. Ley Orgánica de Protección
Jurídica del Menor (Legislación Estatal, Internacional y de las Comunidades
Autónomas. Concordancias, Jurisprudencia. Comentarios), 1ª ed., Colex, Madrid,
1997, preparada por MATA RIVAS/CAVERO FORRADELLAS.
8 Vid. en el mismo sentido del texto, PORTILLA
CONTRERAS: "Fundamentos teóricos de una alternativa al concepto
tradicional de inimputabilidad del menor", en Protección Jurídica del
Menor, Universidad Internacional de Andalucía cit., pág. 108.
9 ROXIN tuvo en su momento que recurrir al
particular concepto de "responsabilidad" para poder aunar culpabilidad
y fines preventivos de la pena, sosteniendo que si en las infracciones cometidas
por menores cabe afirmar la exsitencia de una culpabilidad disminuída, lo que
está, en cambio, ausente en ellas es la necesidad preventiva del castigo. Vid.
de este autor: Strafrecht. Allgemeiner Teil, Band I. Grundlagen Aufbau der
Verbrechenslehre, 3. Auflage, München, 1997, págs. 779 y ss. Rdn. 49-54. En la
misma línea, MIR PUIG, S.: Derecho Penal, Parte General, 5ª ed., Barcelona,
1998, págs. 608 a 612. En opinión de PORTILLA CONTRERAS no es imprescindible
recurrir a una nueva categoría dogmática supralegal, pues el resultado deseado
de reducir la intervención penal en estos casos puede alcanzarse "desde
una construcción de la teoría del bien jurídico con perspectivas
minimizadoras y una concepción preventiva de la pena tendente a lograr la
resocialización real de los menores y jóvenes". Vid. del mismo:
"Fundamentos teóricos..." cit., pág. 109. En págs. 109 y ss. el
autor establece las que, a su juicio, deben ser las bases de una alternativa al
concepto de responsabilidad penal del menor, examinando para ello la teoría del
Labelling Approach, el movimiento de la Criminología Crítica, así como otros
planteamientos despenalizadores, junto a determinados criterios de selección de
los bienes jurídicos desde la óptica del principio de intervención mínima.
Cfr. GIMBERNAT, E.: "¿Tiene un futuro la dogmática jurídico-penal?",
en Estudios de Derecho Penal, 3ª ed., Madrid, 1990, pág. 157; y SILVA SÁNCHEZ,
J.: "La política criminal ante el hecho penalmente antijurídico cometido
por un menor de edad", en Estudios Jurídicos, nº 8, CGPJ, Generalitat de
Cataluña, 1994, págs. 14 a 17.
10 A favor igualmente de actuar frente a la
delincuencia juvenil en el ámbito de la prevención, MAGRO SERVET, V.: "La
prevención en la delincuencia juvenil", en Actualidad Jurídica Aranzadi,
nº 481, 2001. Interesante en este sentido resulta la STS de 14 de abril de 2000
(Ponente, Sr. Martín Pallín), relativa a un robo con violencia, cometido por
un jóven de 17 años, y a la posibilidad de suspender la ejecución de la pena
privativa de libertad sustituyéndola por alguna medida alternativa, como las
que prevé para los menores de 18 años la Ley 5/2000; todo ello en atención a
lo establecido en la Disposición transitoria 12ª CP, así como en su art. 88.
11 Sobre el tema, vid. Un proyecto alternativo a la
regulación de la responsabilidad penal de los menores. Grupo de Política
Criminal. En Documentos nº 5, Valencia, 2000.
12 Ya lo hice con anterioridad en alguna ocasión.
Vid. CARMONA SALGADO, C.: "La delincuencia de jóvenes y menores: hacia una
nueva regulación jurídica"cit., págs. 135 y ss.
13 Un amplio estudio criminológico sobre el
Derecho Penal Juvenil puede verse en GARCÍA PÉREZ, O.: "Los actuales
principios rectores del Derecho Penal Juvenil..." cit. págs. 33 y ss.
14 Cfr. MAGRO SERVET, V: "La
prevención en la delincuencia juvenil" cit; y GÓMEZ RECIO, F.: "La
aplicación de la nueva Ley de Responsabilidad Penal de Menores a los jóvenes
mayores de 18 años", en Actualidad Jurídica Aranzadi, nº 437 de 2000.
Este segundo autor cuestiona la dudosa constitucionalidad
y repara en las dificultades de aplicación práctica que suscita el
novedoso sistema de tratamiento legal que la L.O. 5/2000 prevé para los jóvenes
mayores de 18 años, reparos que, a su juicio, se irán despejando a medida que
con el paso del tiempo se pronuncien sobre el mismo la jurisprudencia de los
Tribunales Superiores de Justicia, así como la de los Tribunales Supremo y
Constitucional, respectivamente; mientras tanto -y no le falta razón-,
el art. 4 de la citada Ley quedará abierto al debate.
15 Acerca de la responsabilidad civil y
la posición de la víctima en materia de delincuencia de menores, vid.
ampliamente: DE LA CUESTA ARZAMENDI, J.L.: "Responsabilidad civil.
Procedimiento, incoación y efectos", en Jornadas sobre la Ley Orgánica
5/2000 de la Responsabilidad Penal de los Menores, Consejo Vasco de la Abogacía,
San Sebastián, 2001, págs. 175 y ss.
16 En relación al texto del Anteproyecto
de esta Ley Orgánica, críticamente, DÍEZ RIPOLLÉS, J.L.: "El Derecho
penal del terror", en Diario "El País", de 12 de octubre de
2000, artículo en el que su autor censura la creación de la apología del
terrorismo como infracción autónoma a través del nuevo art. 578, frente a la
apología en general como forma de provocación directa a un delito, aunque éste
no llegue a cometerse (art. 18 CP), sobre la base de la dificultad de justificar
el castigo de dicha conducta desde la perspectiva de la protección de la
libertad de expresión. Igualmente censura el castigo de los comportamientos que
supongan descrédito o humillación para las víctimas del terrorismo o sus
familiares, ya que, a su juicio, tales conductas, de no constituir por sí
mismas injurias o atentados a la integridad moral de las personas, ya cuentan
con la descalificación que la propia sociedad asigna a sus autores; criterio éste,
en mi opinión, insuficiente y escasamente operativo, pues, si en verdad lo
fuera, no se prodigarían tanto como se prodigan en la práctica semejantes
deleznables comportamientos. En
cambio, se muestra favorable a la regulación del art. 577 en lo que concierne a
rellenar ciertas lagunas existentes en el CP de 1995 en materia de violencia
callejera, así como en relación a la expresa tipificación de otras conductas,
como la que contiene
el art. 505, en la nueva versión que le ha conferido la L.O.
17 Por todos, en sentido crítico con la misma, aunque en relación al Anteproyecto de Ley Orgánica, DÍEZ RIPOLLES, J.L.: "El Derecho penal ante el terror" cit., para quien, de aprobarse dicho texto legal -como así ha sido-, ello supondría que los poderes públicos rechazan la idea de que no merece la pena hacer determinados esfuerzos para acoger en el seno de la sociedad democrática a los menores de edad insertos en el mundo terrorista.
(*) Este artículo está publicado en versión papel en el volumen colectivo: Los Derechos Humanos. Homenaje al Excmo. Sr. D. Luis Portero García, Publicaciones de la Universidad de Granada, 2001
ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE LA RESPONSABILIDAD
PENAL DE LOS MENORES,
A RAIZ DE LA LEY 5/2000, DE 12 DE ENERO
Concepción Carmona Salgado
RESUMEN: La L.O. 5/2000, de 12 de enero, regula la responsabilidad penal de los menores, con un régimen y un procedimiento punitivo básicamente separado del que corresponde a los mayores de 18 años. En este artículo se examinan algunos problemas concretos de este sector del Derecho Penal, con especial atención a los retoques operados a través de la L.O. 7/2000, de 22 de diciembre.
PALABRAS CLAVES: eximente, minoría, edad, terrorismo, violencia, urbana, responsabilidad, penal, menores.
FECHA DE PUBLICACIÓN EN RECPC: 18 de enero de 2002