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PROTECCIÓN DEL MEDIO AMBIENTE: Notas desde una perspectiva ecológica |
José A. Hódar y José M. Gómez Profesores Asociados de Ecología. Universidad de Granada |
UNA MANZANILLA, POR FAVOR *
José A. Hódar
Hace unos días supimos que Miguel, el pastor de Capileira juzgado por coger
manzanilla real en Sierra Nevada, no irá a la cárcel ni pagará multa (el
texto de la sentencia se reproduce en Anexo). A pesar de
que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, esta vez había
que hacer una excepción. La efigie de la justicia, que debe ser ciega para ser
imparcial, se ha levantado la venda de los ojos y ha decidido que Miguel
presenta demasiados atenuantes como para merecer tan severo castigo. Así debe
ser; no creo que haya persona de bien que piense que la sentencia podía ser
otra. No vamos a discutir las circunstancias que llevaron a Miguel a coger la
manzanilla: son las que son, y el juez ha abundado ya en ellas en su sentencia.
Sin embargo, nadie parece dispuesto a examinar, siquiera sea de pasada, las de
la otra parte en el pleito: la manzanilla real. Cada vez que la efigie de la
justicia se permite hacer una excepción, deberían valorarse con tacto todas
las razones y circunstancias esgrimidas, y quizá esta vez el contento general
ante una sentencia justa está soslayando demasiado este necesario análisis.
Cuando en el siglo XIX ilustres botánicos como Boissier o Willkomm
visitaban nuestra sierra, contaban en sus crónicas que la manzanilla real era
abundante en la zona de los Peñones de San Francisco (donde hoy hay que dar
vueltas durante un día entero para, con mucha suerte, encontrar una sola mata),
y ya entonces advertían, simplemente viendo el ritmo de la recolección tradicional
para su uso como sanador, que la especie acabaría extinta en no mucho tiempo.
Resulta lamentable que en casi dos siglos hayamos aprendido tan poco sobre el
uso racional de los recursos que la naturaleza nos ofrece, más sabiendo lo que
hoy sabemos: que la manzanilla real, por mucha reputación que tenga como
remedio tradicional, no es milagrosa, y que muchos otros vegetales en mucho
menor peligro que ella (y, por supuesto, muchos medicamentos disponibles en
cualquier farmacia) pueden ofrecer los mismos alivios a las dolencias
estomacales para las que se emplea. Ante esta rapacidad injustificada, la ley no
tiene más remedio, en bien de todos, que proteger la especie, y hacerlo de
forma estricta.
Ahora bien, ¿está la manzanilla real protegida de forma estricta en
Sierra Nevada? Según el juez, no. Su sentencia reza, textualmente, que los
parajes donde crecen estas especies no
gozan de protección alguna. Dicho de otro modo, la declaración de Parque
Nacional, Natural, o lo que toque llamarse, no sirve para nada porque no se
ponen medidas reales y concretas que eviten la desaparición de las especies
amenazadas que viven allí, manzanilla real entre ellas. El juez ha tocado, quizá
sin saberlo, dos teclas sensibles de la conservación de la naturaleza: la
primera, que no basta con declarar
protegida a una especie si no hay una protección efectiva de su hábitat.
La otra, que no basta con declarar
protegido el hábitat para que realmente lo esté: hay que protegerlo.
Miguel no puede leer el cartel que, a la entrada del Parque, advierte que la
recolección de cualquier planta o animal dentro de sus límites está
prohibida. Él paga un canon por apacentar sus ovejas dentro del Parque, y no
entiende que, si una oveja puede comer las hierbas que quiera, él no pueda
coger esas mismas hierbas. Miguel no percibe
que se haga nada por proteger a esta o aquella especie de animal o planta, por
lo que no se le puede culpar de lo que hizo.
La pregunta que cabe hacerse, entonces, es por qué pese a la declaración de Sierra Nevada como Parque Nacional y Natural, no se percibe esa protección. Si Sierra Nevada está tan llena de tesoros naturales, la protección debería palparse en el ambiente, incluso para aquellos que no pueden leer los carteles. Podría culparse a la Consejera de Medio Ambiente de no hacer lo suficiente para proteger la sierra. Quizá. Pero podríamos preguntarnos si la Consejería dispone de suficientes guardas, de suficientes recursos económicos, y sobre todo, si cuenta con el respaldo social necesario para llevar a cabo determinadas medidas que hagan efectiva esta protección. Por ejemplo, hace unos meses la Consejería anunció que se iban a sacrificar dos mil cabras monteses en Sierra Nevada, ya que su población era excesivamente alta. La cabra montés también consume especies protegidas como la manzanilla real, y su elevada densidad favorece la aparición de enfermedades como la sarna. Ante esta noticia, IDEAL efectuó una encuesta entre sus lectores y el resultado fue apabullante: el 96% se manifestó en contra de tal recorte en la población. Otro ejemplo, este hipotético, pero más peliagudo: si la Consejería, amparándose en su obligación de proteger determinadas especies vegetales, no vendiera los pastos de Sierra Nevada a los pastores, ¿qué coste social tendría esta medida? ¿Aceptaríamos dejar en el paro a todos los que dependen de estos pastos para subsistir, sólo para salvar unas miserables plantitas que no levantan medio palmo del suelo?
Por todo esto, pienso que no podemos quedarnos contentos con la sentencia
de Miguel. Si la justicia ha tenido que hacer una excepción, es que hay algo
que no funciona, y debemos esforzarnos en corregirlo para que el caso de Miguel
siga siendo una excepción y no se convierta en precedente, para que los
pastores puedan seguir usando los pastos de la sierra y para que en ellos siga
habiendo manzanilla real. Lógicamente, esto sólo se puede conseguir si incluso
aquellos que no saben leer los carteles tienen una idea clara de qué se puede
hacer y qué no en Sierra Nevada: no podemos mantener los aprovechamientos
tradicionales, por muy tradicionales que sean, si chocan frontalmente con la
conservación. No hay más remedio que buscar un acuerdo entre ambos. Por eso
resultan tan singulares las palabras del abogado defensor de Miguel cuando decía
que al que había que proteger es al
pastor de Sierra Nevada, que sí es una especie en extinción. De la frase
uno puede entender que no parece creerse que la manzanilla real esté, como de
hecho está, en muy serio peligro de desaparecer de la faz de la tierra. Pero
además cabe preguntase si lo que realmente hay que conservar es este
tradicional pastor de Sierra Nevada: con una economía precaria, casi
analfabeto, viviendo a hora y media a pie del pueblo más cercano, y obligado a
recolectar hierbas medicinales no ya porque es más barato, sino más rápido
que ir hasta la farmacia. Seguramente es mucho pedir que los pastores que
transitan por la sierra ganen lo suficiente para vivir asentados en algún
pueblo, tener a sus hijos debidamente escolarizados y disponer de dinero para
comprar medicinas en una farmacia cercana. Seguramente es una quimera que, ya
que los pastores no pueden impedir que sus ovejas coman plantas en peligro de
extinción, las tengan en un número prudente para evitar demasiados daños, y
que además no apacienten sus rebaños en las zonas más sensibles por su
composición florística.
Pero si todo esto es tan ilusorio, ¿no es igual de peregrino sentirnos satisfechos con la protección de la que, nominalmente, ahora goza la sierra? ¿De qué sirven los pomposos nombres de Parque Nacional y Natural, si maravillas como la manzanilla real van desapareciendo día a día y excepción tras excepción, mientras la ciudadanía sonríe satisfecha por la absolución de Miguel, aboga por el indulto de dos mil cabras monteses, y reclama la Olimpíada Blanca para Sierra Nevada? En el mundo ideal no haría falta que la Justicia fuera haciendo excepciones, pero es evidente que no estamos en ese mundo ideal. Y, por si no era evidente, lo ha dicho el juez.
* Este artículo fue publicado en papel en el diario IDEAL de Granada, el día 12 de diciembre de 2001.
CUANDO LAS EMPRESAS CONTAMINAN Y EL PUEBLO PAGA **
José
M. Gómez y José A. Hódar
La actividad empresarial es, según
los políticos más influyentes y los interlocutores sociales más señalados,
una actividad necesaria para el progreso y desarrollo de nuestro país. Es
descabellado y anacrónico, en los tiempos que corren, intentar oponerse a este
pensamiento reinante. Sin embargo, debido a que la actividad empresarial y la
sociedad mercantilista ha tenido su origen en tiempos con escaso interés
medioambiental, ha heredado costumbres o prácticas que sí son actualmente
cuestionables.
Es de sentido común que si deliberadamente un ciudadano atenta contra
los bienes de otro ciudadano o de la colectividad, se le exigen
responsabilidades. Por ejemplo, si un día este ciudadano decide atentar contra
la vivienda de su vecino, lo menos que la justicia le exige es que le indemnice
por los desperfectos, además de una probable multa por el acto en sí. De igual
modo, si una noche de excesiva exaltación espiritual nuestro ciudadano decide
acabar con todas las papeleras de la ciudad, la justicia le exigirá que pague
daños y perjuicios, además de penar su comportamiento con cargas adicionales
en forma de multa o reclusión. Es probable incluso que el resto de los
ciudadanos, antes que la justicia, le afee la acción y ponga los medios para
que se le castigue, porque el resto de los ciudadanos entiende que se están
lesionando sus propios intereses como intereses que son de todos. Y todo esto lo
tenemos muy claro la mayoría de los ciudadanos.
Más allá de la ética de este comportamiento, hay un componente práctico
que justifica que cualquier atentado contra el patrimonio común sea debidamente
castigado. Si nuestro ciudadano decide quemar todas las papeleras de la ciudad,
y ni la justicia hace nada ni el resto de los ciudadanos reaccionan, obviamente
el gobierno municipal tendrá que reponer las papeleras. Y eso cuesta dinero. En
algunos casos, cuesta mucho dinero. ¿De dónde sale el dinero? La respuesta es
obvia: de los demás ciudadanos, en forma de impuestos, o de menor capacidad de
gestión del ayuntamiento para hacer otras cosas. De hecho, esta razón práctica,
por delante incluso de la razón ética, es la que mantiene atento al pueblo
contra los detractores de lo público.
No tan claro, desgraciadamente, tenemos los ciudadanos (ni los de a pie
ni los encargados de administrar justicia o de dictar normas) el hecho de que
atentar contra nuestro patrimonio natural, un bien público al igual que las
papeleras o el pavimento de las calles, también es objeto de delito. Quizá
porque no acabamos de percibirlo como algo realmente nuestro, quizá porque es
un referente lejano (todos usamos las papeleras, pero ¿quién ha tenido delante
un lince, salvo en la aséptica televisión?). En todo caso, parece lógico que
si en otra noche de exaltación espiritual, en vez de acabar con las papeleras
nuestro ciudadano decide acabar deliberadamente con un bien ambiental, como un
árbol, un lince, un bosque, un arroyo o una bahía, la justicia debería ser
igual de eficaz y contundente que cuando defiende nuestras papeleras.
Manteniendo esta línea de razonamiento, podemos enfrentar ahora el caso
en el que una empresa o un particular atenta contra un bien ambiental público y
no es acusado de nada. Está claro que los costes de reponer el bien ambiental
los debe pagar el pueblo. No hablamos sólo de acabar con los linces: el pueblo
podría decidir no pagar nada, y no habría problemas, al menos no salvo el
estrictamente ecológico. Estamos hablando de llenar de polvo el aire, de ruido
el silencio de la noche, de contaminar un río, una costa, un campo agrícola o
un acuífero, que hay que reponer y limpiar por simple precaución sanitaria,
para que nosotros y nuestros hijos no enfermemos de afecciones respiratorias,
insomnio y estrés, gastroenteritis, plumbismo, cáncer, leucemia, o cualquier
otra enfermedad similar. Es decir, que en estos casos, los beneficios se los
lleva un particular o un grupo de accionistas, pero los costes asociados al
funcionamiento de la empresa lo pagamos todos.
La lista de ejemplos en los que el peso de la justicia se hace más
liviano cuando de asuntos ambientales se trata es larga. Son innumerables las
empresas que para reducir costes y aumentar sus beneficios, deliberadamente no
aplican medidas correctoras necesarias (que, por cierto, son obligatorias por
ley, no son un regalo de los empresarios al pueblo), argumentando que el dinero
que les cuestan hace a sus empresas poco o nada rentables. No hace falta acusar
a nadie, con leer la prensa podemos encontrar de forma cotidiana casos de
empresas que llenan de polvo el aire, de ruido el silencio de la noche, que
contaminan ríos, costas, campos agrícolas o acuíferos, que son denunciados
reiteradamente por agrupaciones de vecinos y ecologistas, y sin embargo no son
molestados bajo el pretexto de los puestos de trabajo que la empresa mantiene.
El más reciente y sonado de todos es Aznalcóllar. El ciudadano debería
preguntarse si los quinientos puestos de trabajo directos de los mineros y
algunos indirectos de las empresas asociadas (todos ellos, por cierto, ahora en
el aire a pesar de que Boliden ha sido exculpada) han merecido, por un lado, el
riesgo que han estado brindando a la población humana, palmípeda y piscícola
del entorno antes del vertido, y por el otro las expropiaciones, los trabajos de
extracción del lodo, los varios muertos en accidente durante estas labores, y
la reinserción laboral ulterior de quienes lo han perdido todo como
consecuencia de él, amén de los costes de la restauración ambiental. Tanto el
Gobierno central como el andaluz, es decir, los españoles y los andaluces por
partida doble, estamos pagando los costes del vertido, en forma de menos dinero
disponible para cualquier otro tipo de actividad en cualquier otra parte de
nuestra tierra. Si a ello añadimos la subvención de varios miles de millones
de pesetas que se les dió para que continuaran con su actividad tras el
vertido, pese a lo cual piensan cerrar dejando a los trabajadores compuestos y
sin trabajo, y que todavía han anunciado, tras el archivo de las diligencias
judiciales, que reclamarán daños y perjuicios por el deterioro que su imagen
ha sufrido al verse en la picota como empresa contaminadora y poco respetuosa
con el medio ambiente, al ciudadano empieza a quedársele la cara como al que
acaba de sufrir el timo de la estampita, preguntándose si la España que la
estampita dice que va bien es la
suya.
** Este artículo fue publicado en papel en el diario IDEAL de Granada, el día 28 de enero de 2001.
Sentencia núm. 510/2001, de 16 de noviembre, del Juzgado de lo Penal núm.
3 de Granada 2001 (magistrado-juez: ZURITA MILLÁN)
ANTECEDENTES DE HECHO
PRlMERO.- Los presentes autos
fueron incoados en virtud de denuncia formulada por la Fiscalía del T.S.J.A.
con fecha 3 de noviembre de 1998, registrándose bajo el n° de D.P. 650/98,
transformándose en P.A. n° 11/99, dándose traslado al Ministerio Fiscal que
formuló acusación por un delito relativo a la protección de la flora y la
fauna, solicitando se impusiera al acusado la pena de 2 años y 3 meses de prisión.
SEGUNDO.- Dado traslado de la acusación a la Defensa,
emitió sus conclusiones en disconformidad con el Ministerio Fiscal, interesando
se decretara la libre absolución del acusado.
TERCERO.- Remitidas las presentes actuaciones a este
Juzgado de lo Penal, se celebró vista oral el día 15 de noviembre de 2001 alas
8.50h., con asistencia del acusado y en cuyo acto y con carácter previo el
Ministerio Fiscal puso de manifiesto que por entender concurría en los hechos
un error de prohibición vencible del art. 14.3 del C.P., solicitaba se
impusiera la pena de 5 meses de multa con cuota diaria de 300 pesetas, al tiempo
que no solicitaba indemnización alguna (...)
HECHOS PROBADOS: Probado
y así se declara que alrededor de las 16h. del día 5 de agosto de 1998, el
acusado Miguel G. L., mayor de edad y sin antecedentes penales, pastor de
profesión que vive en unión de su esposa y dos hijos menores en término
municipal de Capileira, a unos 2.300 metros de altitud y en un cortijo distante
de la citada localidad unos diez kilómetros, fue sorprendido por agentes del
servicio de vigilancia de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de
Andalucía cuando, transitando por el lugar conocido como "Raspones de Río
Seco" del Parque Nacional de Sierra Nevada, portaba 190 gramos de la planta
denominada "Artemisia granatensis Boiss", vulgarmente conocida como
manzanilla real, planta catalogada en el Decreto 104/1994, de 10 de mayo de la
Consejería de Cultura y Medio Ambiente de la Junta de Andalucía, como especie
en peligro de extinción y que el acusado había arrancado con la finalidad de
aprovechar para su familia los efectos medicinales que a la misma se le suponen,
en una zona en la que el rebaño del mismo pasta frecuentemente yen la más
absoluta ignorancia de que se tratara de una especie en peligro de extinción o
que su recolección constituyera una actuación ilícita.
FUNDAMENTOS DE DERECHO
PRIMERO.- A la relación de hechos probados se ha
llegado habiendo partido del principio de presunción de inocencia (...)
En primer término hay que establecer que la exclusión
o atenuación de la pena en los casos de error de prohibición, como es el
enjuiciado conforme a las tesis formuladas por Acusación pública y Defensa,
dependerá de si el autor incurrió o no realmente en error y, en el primer
supuesto, de si pudo evitar o no el mismo, esto es, si estuvo o no a su alcance
adquirir un conocimiento correcto de la situación jurídica en la que obró.
Partiendo de tan elemental idea, para un importante sector doctrinal el error
evitable de prohibición podría definirse como aquella situación en la que el
sujeto, hallándose en condiciones de conocer -al menos de forma potencial- el
carácter antijurídico de su conducta, no lo ha conocido, sin embargo, por
causas a él achacables. Por su parte, el error inevitaDle o invencible de
prohibición se dará en aquella hipótesis en la que el sujeto no ha podido
acceder al mensaje normativo en tanto que no se encuentra en condiciones de
captarlo ni siquiera potencialmente.
A fin de despejar la duda en orden a la evitabilidad o
no del error es necesario comenzar por comprobar si el autor tuvo razones
para pensar en la ilicitud de su comportamiento, esto es, si las circunstancias
de hecho ofrecieron al autor motivos suficientes para llegar ala conclusión de
la compatibilidad de su acción con el ordenamiento jurídico.
El juicio sobre el carácter vencible o invencible del
error requiere, en fin, la investigación de si el autor tuvo a su disposición
medios adecuados para alcanzar el conocimiento del injusto y si le era exigible
recurrir a ellos, comprobación de circunstancias que exige moverse en un
terreno extremadamente dificultoso en cuanto que ello pertenece al ámbito más
íntimo de la conciencia de cada persona.
La doctrina jurisprudencial (por todas, SS.T.S. de
12/5/00, 16/1/01 y 14/5/01), tras poner de relieve la grave dificultad que
supone la apreciación tanto de la existencia del error como el carácter
vencible o invencible del mismo, por pertenecer en último término al arcano íntimo
de la conciencia de cada individuo, declara que no cabe invocar el error cuando
se utilizan vías de hecho desautorizadas por el ordenamiento jurídico, que
todo el mundo sabe ya todos consta que están prohibidas, por lo que no es
posible conjeturar o invocar tales errores en infracciones de carácter natural
(mala in se) o elemental cuya ilicitud es "notoriamente evidente y de
comprensión y constancia generalizada", ni cuando la ilicitud de la
conducta resulta evidente para cualquier persona aun sin conocimientos jurídicos
elementales, llegando a afirmar que, para excluir el error, no se requiere que
el agente tenga seguridad respecto a su proceder antijurídico, bastando que
tenga conciencia de una alta probabilidad de antijuridicidad.
Más en concreto la jurisprudencia se ha hecho eco de
una serie de criterios delimitadores, de entre los que cabe destacar por su
relevancia en el caso que enjuiciamos, el de la atención a las circunstancias
subjetivas y ambientales en las que el autor se desenvuelve, así como sus
características profesionales, psicológicas y culturales. y es que ello es de
todo punto de vista lógico en tanto en cuanto el principio de responsabilidad
establece que las personas serán responsables por la corrección de sus
decisiones dentro de los límites de su capacidad ético-social.
Pues bien, en los hechos enjuiciados sabido es que el
acusado Miguel G. y desde un primer momento, manifestó que desconocía por
completo la prohibición de arrancar la planta en cuestión, que por ello mismo
la cogió para el consumo de sus hijos, ello al igual que hace con otra serie de
plantas a las que se atribuyen, con mayor o menor rigor científico, efectos
medicinales o, en general, beneficiosos para la salud. Y, frente atan concreta
afirmación del acusado, los agentes de Medio Ambiente que declararon en el
juicio oral pusieron de manifiesto creer que el Sr. Gallegos López podía tener
conocimiento de la prohibición de arrancar la planta en cuestión, pues en su
momento se difundió que se trataba de una planta en peligro de extinción. Lo
cierto, sin embargo, es que ninguna seguridad ofrecieron los agentes en orden al
conocimiento que el acusado pudiera o no tener de las concretas circunstancias
que rodeaban a la planta que el arrancó y por cuya actuación se ve sometido
procedimiento penal.
Pero, de cualquier manera, si alguna duda pudiera
caber en orden a la veracidad de la versión ofrecida por Miguel a lo largo de
todo el procedimiento, la misma se ve clarificada en gran medida y, en todo
caso, la más elemental de las lógicas, de la que el Derecho no puede en modo
alguno ser ajeno, nos ha de dirigir directamente hacia un pronunciamiento
absolutorio como el que ya se ha adelantado. Como resulta evidente, el principio
de legalidad es por completo contrario al arbitrio judicial; esto es, la sumisión
del juez a la Leyes la mejor garantía de los ciudadanos frente al poder
judicial. Pero también lo es y, aún en mayor medida, al legalismo obtuso y mecánico
que se aplica sin atención alguna a las reglas de la equidad y de la lógica
que deben imperar en cualquier actividad humana de la que pretenda predicarse el
valor de "justa". y siendo ello así, que lo es, cabe seguidamente
preguntarse si una persona de las condiciones socioculturales de Miguel
Gallegos, que no posee instrucción alguna y que vive semiaislado del resto de
la sociedad, puede estimar ilícito arrancar unas plantas que él mismo
manifiesta no diferenciar de cualquier manzanilla común, que no cree -según
nos dijo- sea tan escasa y, sobre todo, y aquí radica la verdadera paradoja de
la cuestión con reenvío al párrafo que ya antes destacamos en
"negrita", que sin la menor limitación puede comerse, no ya por las
cabras monteses que en número extraordinariamente alto campan por el parque
nacional de Sierra Nevada, sino por sus propios animales domesticados cuando en
aquella, como en otras zonas de similares características, son llevados por
Miguel apastar sin limitación de tipo alguno y que, como es obvio, se comen la
manzanilla real y cuanta planta les plazca, se hallen en peligro de extinción,
sean plantas vulnerables a la alteración de su hábitat, o queden comprendidas
en cuanto catálogo se confeccione por el hombre.
Quiere decirse con ello que la posible reprochabilidad
penal de la conducta del acusado al amparo del art. 332 del C.P. exige, como no
puede ser de otra forma, interpretación racional del precepto, acorde con la
perspectiva de su finalidad político-criminal, es decir, que si la protección
de las especies o subespecies de flora amenazada constituye el objeto del
delito, no parece en modo alguno acorde a las reglas de la lógica el que éste
pueda existir cuando el lugar en el que radican tales especies no goza de
protección alguna o, cuando menos, la misma no impide ni se concreta -y hasta
en ocasiones se facilita a cambio del canon correspondiente-, en que una persona
dedicada al pastoreo pueda llevar a pastar su rebaño a aquellos parajes en los
que se encuentran las especies protegidas. Exigir la menor conciencia de
antijuricidad a quien ve cómo los animales que componen su rebaño se comen las
plantas protegidas sin obstáculo alguno, cuando él mismo arranca aquellas para
obtener de ellas efectos beneficiosos -cuando menos subjetivos- para su salud o
la de su familia, se antoja verdaderamente excesivo y, en todo caso, desdibuja
de todo colorido penal una conducta como la enjuiciada, conducta que sin deber
en modo alguno ser minimizada desde el punto de vista de la extraordinaria
importancia de que ha de ser dotada la proteción del medio ambiente, sí ha de
ser desde luego relativizada en su ponderación con cuánto atentado medio
ambiental es posible advertir con extraordinaria frecuencia, cuestión ésta,
sin embargo, que no resulta ser objeto de la presente resolución.
(...)
FALLO
PROTECCIÓN DEL MEDIO AMBIENTE: Notas desde una perspectiva ecológica
José A. Hódar y José M. Gómez
RESUMEN: Se trata de dos artículos escritos por profesores de Ecología a propósito del vertido de Aznalcóllar y del caso de la manzanilla de Sierra Nevada, en los que se ponen sobre las mesas algunas cuestiones de notable repercusión en la política criminal referida al medio ambiente. Como anexo, se reproduce el texto de la sentencia penal que absolvió al pastor acusado en el mencionado caso de la manzanilla.
PALABRAS CLAVES: delito ambiental, protección penal de la flora, medio ambiente, manzanilla de Sierra Nevada.
FECHA DE PUBLICACIÓN EN RECPC:
19 de abril de 2002
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