Revista
Electrónica de Ciencia Penal y Criminología
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RECPC 02-R1 (2000)
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INSTITUCIONES, MODALIDADES
Y TENDENCIAS DEL SISTEMA DE EJECUCIÓN PENAL ITALIANO: ELEMENTOS
PARA SU COMPARACIÓN CON LA EXPERIENCIA ESPAÑOLA
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Domenico Arena
Subdirector de la prisión "Porta Coelli" de Roma
Traducción de Carlos Aránguez Sánchez
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SUMARIO:
1. Premisas y consideraciones generales
2. El tratamiento penitenciario
3. El trabajo de los reclusos
4. Conclusiones
1.-
Premisas y consideraciones generales:
Quisiera,
ante todo, agradecer a los organizadores el honor que me han hecho invitándome
a participar en estas Jornadas, y –al mismo tiempo- rogarles paciencia
si mi intervención puede ser tan sólo una modesta contribución,
desde el punto de vista teórico, al debate que nos ocupa. En realidad
yo soy sólo un peón del Derecho, un trabajador que, por el
puesto institucional que ocupa, debe enfrentarse con el problema de la
efectividad de la norma, de su eficacia cotidiana. Y esto no puede indudablemente
separarse de una reflexión teórica, lo más cuidada
posible, sobre la naturaleza, el fundamento, la posición sistemática
de las instituciones jurídicas que la práctica penitenciaria
debe afrontar y aplicar; sin embargo, no sería por mi parte intelectualmente
honesto dejar de confesarles que la entidad de tal reflexión es
insuficiente, dado lo acuciante del problema y las continuas transformaciones
de las, por así decirlo, tipologías legales, en un movimiento
en ocasiones desordenado y convulsivo.
Creo por ello que para ofrecer siquiera una pequeña
aportación a esta reflexión, debemos partir, como premisa,
de un dato sorprendente e incluso alarmante: la escasa correspondencia
entre las previsiones normativas y su materialización práctica
en el sistema de ejecución penal italiano. Esto ocurre, paradójicamente,
en el sector del Derecho donde más penetrante se hace el mandato
de la norma, ya que es el que prevé, históricamente, el máximo
grado de sufrimiento por su violación: la pérdida de la libertad
personal e incluso, en tiempos afortunadamente remotos, la pérdida
de la vida. Ahora bien, creo que es necesario reflejar el hecho de que,
justo en la fase de la ejecución de la pena, baluarte extremo al
servicio de la efectividad de la norma, más patente tiende a hacerse
la distancia entre la institución jurídica en la forma que
la diseñó el legislador y su concreta aplicación.
Este tipo de reflexión se sitúa, por otra parte, en la base
del esfuerzo que ha conducido a la elaboración del nuevo Reglamento
de desarrollo de la Ley penitenciaria italiana, la L. 354 de 1975. El Reglamento
-que a diferencia de la Ley, ha sido elaborado directamente por el Gobierno
y aprobado por Decreto del Presidente de la República, constituyendo
así uno de los ejemplos clásicos de “normación secundaria”-
sustituirá, presumiblemente, al final del año, a aquel actualmente
vigente, aprobado por Decreto del Presidente de la República nº
431 de 1976. Recordemos que desde el punto de vista de la efectividad,
una intervención de “normación secundaria” asume por otro
lado una importancia fundamental, siendo potencialmente idónea para
romper el actual círculo vicioso entre una ley virtuosa e iluminada
y una práctica distorsionada y contradictoria.
"(...)
La inadecuación a la Ley de la realidad penitenciaria no puede ya
aceptarse por más tiempo” (pág.5): son palabras textuales
de la memoria explicativa que acompaña la redacción definitiva
del nuevo Reglamento; se trata, en definitiva, de desarrollar el art. 27
de la Constitución, que concibe la ejecución penal como un
instrumento para la reeducación y resocialización del reo.
Atendiendo a las normas fundamentales, no hay duda alguna de que la concepción
retributiva propugnada por la escuela penal clásica ha sido superada
hace décadas, en sintonía con las numerosas Directivas y
Recomendaciones de la Unión Europea.
El reglamento opera en base a diversas directrices,
en algunos casos limitándose a una intervención aparentemente
poco incisiva, de mera “racionalización”, homogeneizando las distintas
prácticas propias de cada institución penitenciaria, de tal
modo que se configuran sustancialmente diferentes tipos concretos de ejecución
penal idénticos para todo el territorio nacional. En otras ocasiones,
la “racionalización” introduce auténticas modificaciones
normativas, acotando espacios de discrecionalidad administrativa o eliminando
restricciones a la concesión de determinados beneficios. Es lo que
sucede, por ejemplo, en materia de visitas familiares a los reclusos o
en cuanto a la posibilidad para el detenido de disponer de nuevos instrumentos
de trabajo y de estudio, como un ordenador personal. Se trata en estos
casos de una intervención normativa que responde a las “Reglas Mínimas
del Consejo de Europa” sobre la “constante evolución de los estándar
cualitativos” en el ámbito penitenciario.
Un tercer tipo de intervenciones está en
cambio orientado al reconocimiento de auténticos derechos no contemplados
con anterioridad: esto es lo que sucede, por ejemplo, en materia de asistencia
sanitaria, o en el tratamiento otorgado a las madres reclusas que conviven
con sus hijos.
Por exigencia de síntesis, me centraré
en el examen de dos temas que me parecen de gran importancia en el desarrollo
de la ejecución penal y, al mismo tiempo, suficientemente paradigmáticos
en relación a la problemática que nos ocupa: el tratamiento
penitenciario y el trabajo de los internos.
2. El tratamiento penitenciario
“El
tratamiento penitenciario debe ser conforme a la humanidad y debe asegurar
el respeto a la dignidad de la persona. (...) En las instituciones debe
mantenerse el orden y la disciplina. No pueden adoptarse medidas restrictivas
no justificadas en base a las exigencias precedentes o, en lo que respecta
a los acusados, que no sean indispensables para fines judiciales. El tratamiento
de los acusados debe estar rigurosamente informado por el principio de
que no son considerados culpables sino después de una condena firme.
En relación con los condenados y los internos, debe efectuarse un
tratamiento reeducativo que tienda, a través del contacto con el
exterior de la prisión, a la reinserción social de los mismos.
El tratamiento será efectuado según un criterio de individualización,
en relación a las específicas condiciones del sujeto”.
El art. 1 de la Ley Penitenciaria distingue en realidad,
dos diferentes tipologías de tratamiento penitenciario: una primera,
común a todos los reclusos, que podríamos definir más
acertadamente como “régimen penitenciario”, constituida por las
normas que diseñan el mapa de las situaciones jurídicas subjetivas
de los reclusos en cuanto a sus relaciones con la Administración
penitenciaria: derechos subjetivos, intereses legítimos, relaciones
de subordinación, facultades, deberes, etc.
Por el contrario, una segunda tipología se
fundamenta en aquello que es propiamente un tratamiento “reeducativo” y
tiene su ámbito de aplicación subjetiva en “condenados con
sentencia firme” e “internos” según la letra de la Ley.
En cuanto a la primera categoría, nulla
cuestio: se considera condenado aquél sobre el que ha recaído
sentencia firme, por ausencia de pruebas de descargo o por el transcurso
de los plazos establecidos para interponer el correspondiente recurso de
apelación o por la existencia de un pronunciamiento del Tribunal
Supremo.
La categoría de los internos está
en cambio constituida por aquéllos que, no considerándose
responsables de la comisión de un delito (o habiendo ya cumplido
la pena prevista para el delito), están sujetos a una medida de
seguridad privativa de libertad, dando entrada –con su propio comportamiento-
a un juicio de peligrosidad social por parte del órgano judicial.
Se trata de la consabida “Doble Vía” (pena-medida de seguridad),
auténtica transgresión del Ordenamiento jurídico liberal,
residuo de oscuros periodos que basaban el juicio en la persona más
que en el hecho. La mayor parte de los internos reside actualmente en los
hospitales psiquiátricos judiciales, verdaderos manicomios penales
supervisados también por la legislación derogatoria de las
instituciones psiquiátricas totales, aprobada en Italia con la Ley
nº 180 de 1978.
Hechas estas precisiones, pondremos ahora de manifiesto
algunos datos en relación al tema del tratamiento reeducativo.
El primero se refiere a la masiva presencia, en
las prisiones italianas, de detenidos en espera de juicios, y que por tanto
no están sujetos a la intervención educativa. Dicha presencia
ha sido, hasta 1995, casi del 50%. Esto se debe, casi exclusivamente, a
la excesiva duración de los procesos penales en nuestro Ordenamiento:
en relación a ese tema, se están realizando, si bien de modo
esporádico, pronunciamientos del Tribunal de Justicia Europeo que,
estigmatizando el excesivo recurso a la prisión preventiva por parte
del sistema penal italiano configuran la presencia de verdaderos casos
de “detención ilegal”. Este tema también ha sido objeto de
atención por parte del Comité Europeo para la prevención
de la tortura y los Tratos Inhumanos y Degradantes.
Por otro lado hay que constatar la presencia masiva
en las prisiones italianas de detenidos extracomunitarios respecto de los
cuales se plantean particulares problemas de comunicación, pues
partiendo de una dificultad lingüística a la que hay que añadir
la escasa comunicabilidad de los códigos éticos y de comportamiento,
a menudo sideralmente distantes. Es intuitivo que sobre tal tipología
de detenidos una intervención “ordinaria”, esto es, calibrada sobre
su utilidad en Italia o en los países de cultura europea, corre
el riesgo de ser absolutamente ineficaz.
No se trata de un tema poco relevante si pensamos
que este colectivo constituye el 40 % de la población reclusa.
Por último, hay que destacar la presencia
–en torno al 30 %- de reclusos tóxicodependientes. Este último
dato se revela particularmente alarmante bajo múltiples puntos de
vista. En primer lugar se pone de manifiesto un primer tema que concierte
a la seguridad misma del interno en las instituciones: el acogimiento y
la atención al detenido toxicodependiente, pues sus crisis de abstinencia
de sustancias estupefacientes que generan una serie de problemas de difícil
solución ligados en primer lugar a las tentativas cotidianas de
introducir sustancias estupefacientes en el interior de las prisiones;
incluso se registran numerosos casos de personas que deliberadamente se
hacen arrestar por delitos menores con la intención de introducir
en el interior de las prisiones cantidades considerables de estupefacientes.
Por otro lado, también en este caso, se corre el riesgo de que resulte
ineficaz la intervención de personal que no se encuentre adecuadamente
cualificado en relación a la específica problemática
de la toxicodependencia.
Esta última reflexión me permite introducir
el tema relativo al personal penitenciario específicamente destinado
a efectuar intervenciones reeducativas sobre condenados e internos: componen
lo que se denomina “Área de Tratamiento”. Está compuesta,
en primer lugar, por la figura profesional del educador, cuya función
son, al mismo tiempo, proyectar, coordinar y realizar las intervenciones
sobre la población reclusa en general y sobre el recluso en particular:
de este modo al educador se le encargan labores de relación e información
relativas al desarrollo de la personalidad del detenido, para comunicarlas
a la autoridad judiciaria de la que depende el detenido, esto es –en cuanto
concierne a condenados e internos- el juez de vigilancia penitenciaria.
Actualmente en Italia, con una población que se aproxima a los 52.000
detenidos, son más o menos 500 los educadores en activo, con una
ratio trabajador/interno que gira entorno a la proporción 1 a 150.
Ningún educador ha estado en servicio menos de doce años,
pues durante este periodo no se han convocado oposiciones para esta figura
profesional. A dicho empleo en la Administración se accede con el
Titulo de Enseñanzas Medias, no estando previsto entre los requisitos
ni la Licenciatura ni una especialización en disciplinas pedagógicas.
La disciplina normativa relativa al contenido de
las intervenciones de tratamiento, previstas en el art. 15 de la Ley Penitenciaria
contiene simples indicaciones: “el tratamiento del condenado y del interno
se desarrollará valiéndose principalmente de la educación,
del tratamiento, de la religión, de las actividades culturales,
recreativas y deportivas y favoreciendo los oportunos contactos con el
mundo exterior y con la familia. Para los fines del tratamiento reeducativo,
salvo en caso de imposibilidad, al condenado y al interno le será
asegurado el trabajo. Los acusados serán admitidos a petición
suya para participar en actividades educativas, culturales y recreativas
y, salvo motivos justificados o indicación contraria por parte de
la autoridad judicial, para desarrollar actividades laborales o de formación
profesional, posiblemente de su elección y, en cualquier caso, en
condiciones adecuadas a su posición jurídica”.
Dejando al margen el tema del trabajo en prisión,
del cual nos ocuparemos más adelante, debemos destacar ahora la
generalidad de esa declaración, que contrasta con las indicaciones
que se contienen en el resto de la Ley. Por otra parte, es quizá
oportuna una reflexión acerca del escaso valor práctico de
la indicación relativa a la religión, probablemente no del
todo coherente con la fragmentación de la actual realidad religiosa
en las prisiones italianas, y según creo, europea. Esto no significa,
evidentemente, una negación del derecho individual a profesar la
propia confesión por parte del recluso, que debe ser garantizado
con la máxima intensidad y energía; simplemente albergamos
la impresión de que la religión no es un instrumento idóneo
para el tratamiento penitenciario, por pertenecer a la esfera más
intima y privada del individuo.
Según establece la normativa vigente, toda
intervención del tratamiento debe corresponderse con una “observación
científica de la personalidad” (art. 27 del Reglamento en vigor),
una tarea que corresponde precisamente al “Equipo de Observación
y Tratamiento”, compuesto por el Director de la Institución, el
educador, el asistente social y el psicólogo. En sintonía
con lo prescrito por la Ley de desmilitarización de la policía
penitenciaria (Ley nº 1.395/1990), que en su artículo 5 asigna
a quienes pertenecen al Cuerpo de policía labores de colaboración
con el tratamiento penitenciario, en las reuniones del Equipo participa
también un representante de la policía.
El organismo así configurado, después
de haber procedido a “la adquisición de datos judiciales, penitenciarios,
biológicos, psicológicos y sociales y a su valoración
referida al modo en el que el sujeto percibe su propia esperiencia y su
disponibilidad para someterse al tratamiento penitenciario”, se formulará
un programa individualizado de tratamiento antes de que transcurran nueve
meses”.
Este es, precisamente, uno de los puntos en los
que mayor distancia existe entre los que está previsto en la Ley
y lo que efectivamente sucede en la práctica. En realidad, el número
de planes de tratamiento elaborados según la normativa y aprobados
por el juez de vigilancia penitenciaria, como preceptúa la Ley,
es absolutamente irrisoria respecto al número de condenados e internos.
Solamente se respeta rigurosamente la legislación en los casos en
los que el tratamiento incluya medidas en el exterior, como el laboro fuera
de la prisión o los permisos de salida.
Baste pensar que, respecto a esta cuestión,
el nuevo Reglamento se limita a introducir modificaciones de poca importancia,
previendo –sustancialmente- un mecanismo de continuidad en la labor de
tratamiento también cuando el recluso es sea trasladado de una prisión
a otra, una continuidad a todas luces ausente, dado el incumplimiento del
art. 26 que prevé la elaboración de un archivo personal del
recluso que lo acompaña sea cual sea su situación en el sistema
de prisiones.
Al contrario de lo que sucedía en el borrador
del nuevo Reglamento, no existen modificaciones sustanciales sobre el contenido
del tratamiento, y ello a pesar de la idea, contenida en la memoria explicativa
elaborada por el Gobierno, según la cual “el Reglamento de desarrollo
no puede extralimitarse respecto al mandato del texto vigente. El problema
lo representa aquí la normativa, sino su aplicación, aún
incompleta por la pobreza organizativa actual de la Administración
penitenciaria”.
3.
El trabajo de los reclusos
Uno
de los elementos esenciales del tratamiento está constituido, como
ya comentamos, por la actividad laboral de algunos de los reclusos. Esta
cuestión se presenta tan interesante como complicada, desde múltiples
perspectivas. Una primera distinción atendería al trabajo
así llamado “intramuros” y “extramuros”. En segundo lugar, el problema
concierne casi exclusivamente a la reticencia de las empresas y entes competentes
a asumir en sus propias dependencias, en un país que presenta hoy
por hoy una tasa media de desempleo del 12 %, personas sometidas a medidas
de carácter penal; en relación al tema del trabajo en el
interior de la prisión, es preciso efectuar una serie de precisiones.
En cuanto al orden tradicional del equilibrio en el
interior de la prisión, la asignación de los reclusos a los
así llamados, “trabajos domésticos”, está prevalentemente
acompañado de la policía penitenciaria, que usa tal poder
para garantizarse información sobre los estados de ánimo,
intenciones y proyectos en el interior de los módulos carcelarios.
Este sistema, aunque por una parte puede incrementar la tasa de seguridad
en el interior de la institución, rodeando el tradicional muro de
silencio de los reclusos frente a los funcionarios de prisiones, supone,
por otro lado, una serie de consecuencias negativas, reconducibles fundamentalmente
a tres clases de problemas.
En primer lugar, esta organización del trabajo
en prisión corre el riesgo de despreciar la función reeducativa
del propio trabajo, que no puede ser concebido como un instrumento para
una real y convincente oportunidad de cambio, sino por el contrario como
una recompensa por la delación pura y simple. Esta observación
que aquí –por exigencias de brevedad- no puede ser adecuadamente
desarrollada nos conduce al problema complejo y delicado de la respuesta
que la institución estatal debe dar frente al fenómeno de
la delación, un tema tan amplio que en Italia ha visto, y ve todavía,
oscilaciones significativas en cuanto a la opción de política
criminal, dependiendo de que momentáneamente prevalezcan las exigencias
de seguridad pública o, por el contrario, de transparencia y coherencia
en la relación entre el Estado y el individuo.
Se ha revelado además como el incremento
de la seguridad carcelaria como consecuencia de tal gestión del
trabajo en el interior de las instituciones, es –en realidad- más
aparente que real. Uno de los primeros mensajes –si no el primero- que
recibe quien ingresa en prisión por primera vez , es que no debe
nunca relacionarse con los detenidos que trabajan, con los que mantiene
únicamente charlas superficiales, si no fruto de la pura fantasía.
En definitiva, este modelo de gestión se
arriesga a producir, paradójicamente, efectos totalmente opuestos
a los deseados. En otros términos, es más fácil que
el recluso trabajador, considerado por la policía como un hombre
de confianza, recoja información sobre la organización de
los funcionarios de prisiones, a que lo haga sobre sus compañeros
reclusos y, en consecuencia, esté en posición de disponer
de un flujo comunicativo en la dirección inversa a aquella prevista,
es decir, un flujo comunicativo no para que los funcionarios reciban información
sobre los reclusos, sino por el contrario para que los reclusos tengan
información sobre la institución.
A la luz de estas observaciones, no tenemos duda
de que la reciente redacción dada al art. 20 por la Ley nº
296 de 1993, que establece un rígido procedimiento de formación
gradual de los reclusos aspirantes a un puesto de trabajo, representa un
notable paso adelante en la consecución de una gestión más
eficaz y transparente de la Institución penitenciaria en su conjunto.
En concreto, el citado artículo prevé que la concesión
de los sucesivos grados sea valorada por una comisión de la institución
“compuesta por el Director, una representación de los inspectores
o sobreintendentes del Cuerpo de Policía Penitenciaria y de un representante
del personal educativo, cada uno electo por los miembros de la categoría
a la que pertenecen”, así como dos representantes de los sindicatos
de trabajadores más representativos respectivamente a nivel nacional
y local, y finalmente por un representante del Ministerio del Trabajo.
Tal Comisión debe basarse, para distribuir los trabajos, en los
criterios objetivos de antigüedad en el desempleo involuntario y las
cargas familiares de los aspirantes, y análogamente los establecidos
en la normativa de régimen general para los trabajadores en paro
que no privados de libertad que buscan trabajo. No obstante, a día
de hoy, debe constatarse lamentablemente la completa falta de efectividad
de esta norma, en parte por dificultades de carácter organizativo,
en parte por la propia resistencia de la policía penitenciaria,
unida al desinterés demostrado por los representantes sindicales
y del Ministerio de Trabajo. La propia Memoria Explicativa del nuevo Reglamento
se expresa con franqueza: “Se debe reparar una gravísima ausencia
de recursos laborales para los internos. Consiguen trabajar menos del 15
% de los detenidos. Esto representa una violación de la norma contenida
en el art. 20 de la Ley, por lo que respecta a condenados e internos, (...)
también del art. 15 por lo que concierne a los imputados.
El camino seguido por el nuevo reglamento consiste
en potenciar las llamadas profesiones artesanales, tradicionales actividades
en el seno de instituciones penitenciarias, que habían caído
últimamente un poco en desuso: carpintero, curtidor, mecánico,
etc; en la previsión de la posibilidad del empleo de cooperativas
sociales en el trabajo en prisión; y en la previsión del
trabajo a domicilio por parte de los reclusos.
4.- Conclusiones:
Ante
estas breves e incompletas reflexiones sobre la solución normativa
adoptada en la gestión de la ejecución de la pena en el interior
de instituciones penitenciarias italianas, que he tratado de exponer aquí,
cabe preguntarse sobre la preocupante distancia que separa los institutos
jurídicos y su aplicación práctica. A tal interrogante
-referido tanto a toda la materia, como a los dos temas que he tratado
hoy-, no se puede responder, como con frecuencia se hace, con argumentaciones
basada en la carencia de recursos humanos y materiales. Esta carencia existe
sin duda, pero lejos de constituir la respuesta, parece plantear ulteriores
y angustiosas preguntas. Así debe llegarse a una de estas dos conclusiones:
o bien se conceptúa la confusión organizativa como un dato
fisiológico e inmanente de cualquier función del aparato
del Estado (y francamente no me parece que así sea, existiendo sin
duda soluciones que salvaguarden eficacia y eficiencia, como sucede en
otros sectores de la intervención pública); o bien por el
contrario se acepta que las disfunciones en este campo no deben asumirse
con carácter accidental, sino como elección política.
Se trata de una elección no declarada, sin duda,
pero además -¿cómo decirlo?- in rebus ipsis.
El sistema de ejecución penal corre el riesgo, en virtud de mensajes
contradictorios e incoherentes por parte del poder político, de
permanecer recluido en una suerte de esquizofrenia, entre la ley, tan ilustrada
como inaplicable, y la práctica, tan difusa como desviada. Paralelamente
a la norma escrita, que garantiza en nuestra cultura jurídica la
certeza del derecho objetivo y la concreta reivindicabilidad del derecho
subjetivo, crece y prospera una suerte de “Ordenamiento en la sombra”,
discrecional e indefinido, inapelable y, en parte, imposible de conocer.
En este sentido dos hechos acaecidos recientemente
resultan particularmente ilustrativos: el primero es el intento de crear
el ombudsman o defensor cívico para el ámbito penitenciario.
Se trataría sin duda de una innovación que podría
conjugar una coexistencia pacífica entre la ley escrita y la conflictiva
práctica. Por desgracia tal propuesta legislativa yace olvidada
en algún lugar del parlamento desde hace algunos años, al
igual que otra relativa a la introducción en el Código penal
italiano del delito de trotura, como sugieren numerosas recomendaciones
del la Unión Europea.
En segundo lugar, una reciente sentencia del Tribunal
Constitucional italiano (nº 26 de 11 de febrero de 1999) reconoce
el derecho del recluso a recurrir las decisiones de la Administración
penitenciaria ante un órgano jurisdiccional, lo que condiciona el
concreto ejercicio de las normativa específica por parte del órgano
legislativo, pues ante cualquier actuación irregular cabe la posibilidad
de recurso por parte del ciudadano detenido.
En mi modesta opinión, esto depende, al menos
en parte, de un problema de carácter cultural, que ha conducido
a una especie de compromiso entre instancias políticas contrapuestas.
En virtud de tal compromiso, ha sido posible eludir normas de gran apertura,
que diseñan una ejecución respetuosa con la dignidad de la
persona y orientada al posible cambio de unos modelos de vida desviados.
Pero al mismo tiempo, a tales normas se les ha atribuido tácitamente
un carácter programático, cuyo objetivo es más orientativo
que de inmediata e ineludible aplicación. Esto es predicable tanto
de la norma constitucional como de la ley penitenciaria. No obstante, me
permito augurar que la suerte del nuevo reglamento penitenciario puede
ser bien distinta, ya que puede convertirse en el instrumento de un auténtico
salto cualitativo en la ejecución de las sanciones penales, para
hacerla más coherente e inspirada en valores auténticamente
democráticos.
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Domenico Arena
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7 de agosto de 2000
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